Soy un insensible. Ayer una chica me dijo que mi cara era inubicable, que no acertaba a insertarla en ninguna nacionalidad -sea o no estatal- conocida. ¿Era italiano, argentino tal vez, griego? Mi respuesta la descolocó, como supuse cuando me dio la bofetada. Y es que ser y reconocerse alinígena descoloca, lo sé, pero qué le vamos a hacer. Cuando abandonó ofendida el local sin dignarse a volver la cara hacia mí para una última mirada supe que no siempre es una buena opción decir la estricta verdad.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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