Los alienígenas somos por definición embusteros. Esto es una verdad galáctica que atañe a todos los seres intelectivamente operativos de cualquier planeta. Es también una gran falacia retórica, puesto que, bien pensado, todos somos alienígenas, vivamos o no -aquí reside la trampa- en nuestro planeta original, aquel que nos vio nacer -¿qué pasa con los que, como yo, nacimos en el espacio?- o en otro que el destino nos ha deparado. Digo que somos embusteros e inevitablemente lo aplico a una señorita con la cual mantuve, en un momento de delirio justificado, planes de futuro que duraron lo que yo tardé en culminar el acto amoroso -que no fue mucho, para ser un extraterrestre-; pero no entraba en mis planes compartir ni un ápice de mi vida con la dama, sino deshacerme de ella tras los avatares amorosos -no soy muy diferente a los demás tíos de este planeta, creo- que la penuria espacial del local nos permitió culminar a duras penas. Como, tras reflexionar sobre mis argumentos, en un principio sensibleros y, tras su ineficacia, conminatorios y hasta amenazantes, y no sólo no sentirse chantajeada emocionalmente ni amenazada en lo físico, sino que por el contrario, invadida por un ímpetu agresivo que se tradujo en varias bofetadas a mis mejillas y, ya yo huyendo, un taburete lanzado con la intención sin duda de herirme, cosa que no logró gracias a la interposición de un parroquiano más bebido que despistado, advirtió que me acojonaba de veras, optó, despechada cual Bette Davis, por llamar al número de emergencias de la policía desde su móvil, acusándome de intentar violarla. La cual -la policía- hizo acto de presencia de inmediato, y tras un vistazo despectivo a mi desastroso aspecto, optó por recluirme a la espera de que llegase mi abogado.
Ella me escupió antes de marcharse con un taconeo vengativo concentrado en el bamboleo exageradamente despectivo de sus caderas. Y yo no tengo abogado.
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