
Al subir al avión tuve un presentimiento. Como no soy supersticioso me dije que era más bien un efecto secundario del ansiolítico que había ingerido minutos antes y un poco a hurtadillas porque me da vergüenza reconocer que tengo miedo a volar. Tras comprobar que mi único acompañante en la sala vip era un señor invidente, saqué del bolsillo de la chaqueta el frasco con las píldoras que un amigo psiquiatra me había recetado y engullí dos –el doble de la dosis estipulada, pero por si acaso- con un trago de whisky. El ciego seguía con la mirada perdida –es un decir- y no se percató de la maniobra.
A los cincuenta minutos de vuelo, más o menos, empezaron las turbulencias. Las azafatas se apresuraron a calmar nuestro nerviosismo con las frases de tranquilidad que les habían enseñado cuando estudiaban para azafatas. Cuando la cosa empeoró se escuchó la voz del comandante infundiendo ánimos con el argumento absurdo de que la situación estaba controlada. Los bamboleos trepidantes del avión desmentían sus palabras. A mi lado, el ciego permanecía inmutable y su rostro hierático me impresionó, dado que el resto de los pasajeros éramos presa, en diferentes grados, del miedo que ya rozaba el pánico en alguno. Busqué en mi chaqueta, instintivamente, el frasco de los ansiolíticos, dispuesto a zampármelo entero. Si había que morir que fuera con la conciencia anestesiada y sin capacidad de cálculo de lo previsible. No lo encontré. Las sacudidas del aparato se magnificaban y, tras la caída de las máscaras de oxígeno, el terror hizo presa del pasaje, con despliegue de histeria colectiva –por contagiosa-, desmayos y plegarias de última hora. Era el caos. No sé por qué, pero mi atención se detuvo de nuevo en el ciego, que seguía inmóvil e imperturbable.
-Pero hombre de Dios- le dije concentrando en él mi último resquicio de cordura, tal vez inducido por su calma a creer que él podía revertir la situación extrema que atravesábamos- ¿no ve que nos vamos a estrellar?
-Sí, veo.
Mi control mental me abandonaba por segundos, pero alcancé a no comprender su respuesta.
-¿Cómo que ve, a qué se refiere?
-A que puedo ver. Soy ciego de nacimiento y ahora puedo ver.-y una sonrisa seráfica le iluminó el rostro eliminando en un instante su hieratismo rígido para sustituirlo por un arrebol místico de quien ha visto a Dios o al menos ha dejado de ver a sus demonios.
-Me alegro por usted, pero poco va a disfrutar de su nuevo don porque todos vamos a morir.
-No se angustie usted, que de esta nos salvamos; nadie va a morir.
Incomprensiblemente sosegado por las palabras serenas del recién instituido vidente, me relajé y descansé la mirada en el respaldo del asiento delantero. Me fijé cansinamente en un bote de cristal sujetado por la redecilla del asiento contiguo, el de delante de mi compañero que a buenas horas recuperó la vista. Una sospecha se fue tornando certidumbre en mi cabeza.
-¿Cúantas ha tomado?-le pregunté con una extraña calma.
-Todo el frasco. Es cojonudo, tío, ¿a que sí?
En ese momento el avión entró en barrena, y yo no pude sofocar una sonrisa postrera.
Comentarios
Bonito descubrimiento.
Un saludo