Me hizo gracia -ya que por naturaleza soy incrédulo- una conversación leída en alguna parte o quizá escuchada en alguna película, no recuerdo bien. Alguien -ingenuo, desinformado o idiota- preguntaba "¿y quién es Dios?"; su interlocutor, tras reflexionar con gesto sesudo un instante le preguntó al desinformado: "¿alguna vez has deseado fervientemente algo y has suplicado para tus adentros que por favor sucediese ese algo?", "si", respondió el ingenuo; "pues el que te ignoraba era Dios". Conversación ilustrativa sobre la impertinencia de hacer preguntas incontestables que sólo arrojan información sobre la calidad intelectual o la pobreza informativa del que formula la pregunta.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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