Según el afamado psiquiatra Víctor Frankl, el número de personas con depresión disminuye significativamente en tiempos de convulsión social extrema, como es el caso de una guerra. La angustia vital que produce no encontrar un sentido a la vida desaparece –o pasa a un segundo plano- cuando la vida misma, esa que antes de aparecer el conflicto carecía de sentido -y esa ausencia de sentido vital propiciaba la depresión-, pasa a estar en riesgo permanente de exterminio. También es curioso, y muy probablemente tenga estrecha relación con lo anterior, que se practique el sexo, desesperado y a la menor ocasión, bajo las mismas circunstancias de peligro persistente. Se folla, sin preámbulo previo de coqueteo, de ligue, con sólo una mirada de angustia entre dos personas, que saben, o suponen, que tal vez sea el último polvo. También cabe imaginar que aquí interviene un mecanismo oculto de la especie para asegurar su supervivencia: si corremos peligro de desaparecer, follemos indiscriminadamente para que la especie continúe con nuevos retoños. El caso es que los parámetros morales que gobiernan nuestras vidas en sociedad desaparecen y dejan paso al instinto más primitivo, ese que tal vez garantizó nuestra supremacía como especie a través de los milenios.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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