No sé si fue por un sentimiento de inseguridad que siempre sospeché en él y que trataba de compensar ensañándose con violencia con seres más débiles, a los que martirizaba con refinada crueldad para sacudirse de encima el polvo venenoso de la conciencia de su propia indefensión; o fue quizá por un poso de crueldad que anidaba desde que nació en su desgraciada naturaleza de serrano innoble y sin entrañas, que lo inclinaba a la violencia gratuita y sin sentido; o tal vez, acaso, por una de esas pesadillas que, al día siguiente, predisponen al más templado a cometer tropelías por doquier para purgar esa bilis venenosa que el mal sueño insufló en su alma, el caso es que Andrés –el serrano, como le llamábamos- aquella mañana ventosa de febrero, a la hora del recreo, y sin que nadie supiera exactamente el motivo, se dirigió a paso rápido y con las manos en los bolsillos, la cabeza baja y la mirada con la determinación de los poseídos hacia la caseta de la perrita, la mascota del colegio, tiró con fuerza de la cadena que la mantenía sujeta por el cuello mediante un collar hasta sacarla del fondo de la caseta, donde se mantenía parapetada desde que lo vio acercarse e intuyó sus torvas intenciones, dio dos vueltas sobre el cuello de la perra con la cadena, y con su fuerza descomunal de labriego montaraz izó a pulso al animal, que estuvo debatiéndose con las patas en el aire aunque sin emitir un solo aullido porque la cadena le estrangulaba y le impedía emitir sonido alguno, durante unos minutos que a los demás nos parecieron interminables, eternos, hipnotizados como estábamos en la contemplación de aquella crueldad que pensábamos que en el fondo no podía estar produciéndose, que tenía que ser un truco o una broma o una mala pasada de nuestros sentidos, hasta que finalmente quedó inmóvil, colgando inerte y muerta de la cadena que el puñetero serrano sostenía aún con el brazo en alto, ese brazo largo y fibroso como el de un simio que más de una vez se ensañó con la cara y el cuerpo de algunos de nosotros, de los menos cobardes, de los que en alguna ocasión nos negamos a sufrir en silencio alguna de sus muchos atropellos, que tan gustosamente prodigaba entre los de quinto, sus compañeros de clases (pero sólo de clases, porque en cuanto sonaba las bocina anunciando el fin de las mismas –para el recreo o para marchar a casa- le hacíamos el vacío más absoluto, que sólo él rompía mediante alguna broma pesada que nos gastaba, o si era uno de sus días malos, por una agresión directa a alguno de nosotros, que se veía así en la desagradable tesitura de responder o de ignorar), y con la perra muerta izada en alto dirigió su mirada desafiante a los que nos encontrábamos en el patio en ese momento, y una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios crueles y finos, retadores, y ahí fue cuando ya no pude aguantarme más, y aunque yo era uno de los que más habían sufrido sus zarpazos de orangután, que me habían vapuleado hasta la inconsciencia algunas veces, arranqué a correr sin pensármelo dos veces y, antes de que el serrano tuviera tiempo de deshacer su sonrisa rencorosa de victoria arremetí de cabeza contra su estómago y sentí un ruido como de chapoteo y a la vez un crujido y noté como el serrano perdía el equilibrio y caía hacia atrás golpeándose la cabeza contra el duro pavimento del patio, donde quedó tendido, ya sin sonrisa en los labios y tan inerte como la pobre perrita muerta.
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
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