Hoy está siendo un día intenso y prolífico, al menos en escritura, y eso me agrada por excepcional, ya que soy muy remiso al acto de escribir, aunque sienta que la escritura es mi salvación –no diré mi destino por pudor-. Si de algo alguna vez estuve convencido ha sido del pasmoso descubrimiento de que nada soy ni seré si no escribo. Es una dulce condena que acato acallando las protestas de la cruel celadora de los miseriosos y dolorosos aconteceres del substrato más enraizado de mi mente. Y la refiero en femenino porque siempre supe que sería una mujer la atizadora de mis rescoldosos tizones de fogata en declive, la que me desnudaría ante mí mismo con el desvalimiento de los que van a ser ejecutados. Conciente y sumiso reo, arrastro los pesares de mis cadenas con una resignación inapropiada; rezo a mi pesar con desespero y sueño con una redención que sólo yo me puedo conceder. Y casi soy feliz.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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