
Un sendero se extiende ante mis ojos hacia un horizonte que pronto deja atrás para cimentarse y culebrear sobre el éter del cosmos. Una pulsión explorativa y quizás un requerimiento de mi alma colonizadora me empujan a recorrerlo, a descubrir a lo largo del sendero la topología arcana del universo, a conocer estrellas, galaxias, constelaciones cuya luz me deslumbra en su titileo que sin embargo tuvo lugar hace muchísimo tiempo. No rehúyo la propuesta, cualquier destino es un buen destino si se lo sabe aceptar, y el de peregrino de las estrellas es uno harto deseable –lo dejó dicho Jack London y yo le tengo fe-.
Tres de los libros más geniales que he tenido la fortuna de disfrutar tienen que ver con las estrellas: “El principito”, de Saint-Exupéry, “El vagabundo de las estrellas”, de Jack London, y “El hacedor de estrellas”, de Olaf Stapledon. A través de sus páginas, preñadas de literatura hechicera, me he sentido explorador y astronauta, he intuido el vértigo del origen del universo, me he dejado mecer por los espasmos remotos de cuerpos celestes que nacen y que mueren, y he aprendido que nacer y morir son distintas caras de una misma moneda y el principio y el fin del único y verdadero milagro: la vida.
Una vida bella es una vida dedicada a acercarnos a lo que potencialmente podemos ser, un recorrido en cada instante improvisado pero guiado por el anhelo de ser lo más humano que se puede llegar a ser, haciendo lo humanamente posible para alcanzar esa trabajosa dicha que siempre está en el camino, nunca en la meta, porque no hay meta, y si crees que la hay es que ya estás muerto. Pero yo sobreviviré, aunque muera en el intento, no descansaré hasta haber palpado el polvo de cada uno de los astros que siempre he deseado visitar, el polvo remoto y noctámbulo de mis queridas estrellas, de mi camino estelar; de mi vida.
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Un saludo.