Nada hay para el ser humano tan irresistible como la vanidad, el halago al propio ego, la lisonja a sus capacidades y facultades, existan estas o no. Quien domine los resortes que disparan la autoestima del prójimo poseerá un arma inestimable para controlarlo. En ese arte han sobresalido gentes que tal vez no figuren hoy en los libros de historia pero que han contribuido activamente a moldearla. Confabuladores, maquinadores, embrollones y felones han sabido ganarse el apego de los poderosos y han alcanzado sus propósitos ladinos mediante el halago, consiguiendo siempre que el complacido preboste creyese suya la decisión hábilmente sugerida por el intrigante, enmascarada en el hechicero canto de la vanidad. No debe de resultar fácil andar siempre medrando y vertiendo el néctar de la lisonja en oídos ajenos. Pero los resultados son claros. Es un trabajo que compensa; a unos o a otros, pero siempre hay un claro beneficiado. Y también uno o muchos perjudicados.
Yo, Bvalltu, hijo de las estrellas, confieso que cada día que paso entre los humanos menos esperanzas abrigo de que esta raza enmiende su camino. Pero allá ellos; en cuanto a mí nada temo porque nada espero, me doblego con humildad al mandato del destino y mi sólo consuelo descansa en el hecho de estar a salvo de las pérfidas pasiones y degradantes pensamientos que dominan la mente humana.
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