
Ha vuelto a Las Ventas el torero José Tomás. Sin cámaras de televisión, por expreso deseo suyo. Una manía, una superstición, cualquiera sabe, los toreros, sobre todos los de mayor empaque, son bastante maniáticos, o eso se dice. El caso es que cortó cuatro orejas, dos a cada toro si la aritmética no me traiciona. Salió a hombros por la puerta grande, él que es al parecer tan tímido y le apabullan las multitudes a la par que los elogios. Le vi mala cara mientras era transportado entre baqueteos a su furgoneta. Como si todo aquel clamor le intimidase, le viniese grande o no fuese con él. “¿Qué habré hecho yo para que me zarandeen así?” parecía preguntarse con un gesto compungido en la cara, en la misma situación en la que cualquier otro diestro se fundiría complacido con el fervor del público entregado y compondría un gesto de agradecimiento aunque sólo fuese por deferencia a ese público del que todo torero depende para formar parte de los escogidos para la gloria.
Pero Tomás no es agradecido y eso, en lugar de ser un inconveniente para su ya estelar carrera, se ha convertido en una característica más de su genialidad extravagante y ajena a todo protocolo. A diferencia del resto de los toreros, él se puede permitir ser borde y arisco porque el público no se ofenderá y sí en cambio lo disculpará y admitirá esos desaires como elementos esenciales de su perfil de torero sublime. Estamos asistiendo a la forja de un héroe, por más que se cabreen –y en su derecho están- quienes se oponen a la fiesta de los toros. Lo glorioso, lo heroico, lo que aglutina sentimientos sublimes y pone de acuerdo a la masa supera siempre las consideraciones éticas o estéticas o metafísicas que contribuyeron a darle vida y convertirlo en símbolo de un grupo, una tribu, un pueblo o una nación. Los detalles al final se olvidan y pervive para la historia sólo el símbolo de una hazaña con la que poder identificarse y de la que sentirse orgulloso. O todo lo contrario, y así dan siempre comienzo los enfrentamientos viscerales.
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