Desde hace un par de semanas vengo sufriendo pesadillas. Siempre que mi estómago se pone borde las padezco. Yo creo que la pesadilla es el cobrador del frac del pasado que viene a reclamarnos facturas pendientes; puede ser, no lo sé; lo que sí sé es que cuando tengo una despierto más jodido que una jirafa con tortícolis. En ellas se cuelan, sin pedir permiso, los fantasmas de todos tus miedos encarnados en recuerdos oníricos que ya creías perdidos en la espesa niebla del olvido. Así que de repente te encuentras con el matón aquel que en el colegio te hacía la vida imposible. Y como es un sueño, tú te decides a plantarle cara y también a partírsela sin misericordia, pero no puede ser porque entonces no sería una pesadilla, así que tienes que aguantarte y sufrir, treinta años después, la misma humillación que convirtió aquella época de tu vida en una pesadilla. Otras no tienen un contenido tan explícito y para descifrarlas habría que recurrir a un psicoanalista. El problema es que estos profesionales de la cara oculta de la mente te someten a interminables sesiones que pueden prolongarse durante años y en las que tras descartar que tienes complejo de Edipo o envidia del pene de tu padre, acaban concluyendo que lo que te ocurre es que no has superado el trauma que te produjo el matón aquel del colegio que convirtió tu vida en una pesadilla y te la arruinó para siempre. Y encima te cobran.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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