El verano es para cometer locuras sexuales, pensó Daniel con regocijo mientras se registraba en aquel hotel de la costa del sol junto a su padre, que lo había invitado a pasar una semana juntos –pero con libertad absoluta, tú te ligas las que quieras y, si me avisas, te dejo la habitación el tiempo que te haga falta- para compensarle por el mal trago que para Daniel había supuesto el reciente divorcio de sus padres.
Daniel se desprendió del albornoz y se dirigió a la ducha de la piscina luciendo su cuerpo apolíneo, cincelado en arduas horas de gimnasio. Su rostro, formado con suaves líneas de dios griego, y el porte de solemne gravedad que componía cuando la ocasión lo requería, le habían cosechado abundantes frutos entre las damas de todas las edades, porque Daniel sabía ser pródigo y jamás negaba sus encantos a señoras que le doblaban la edad, de las que tanto conocimiento y placer había obtenido en la cama, para después impresionar a inexpertas jovencitas que lo tenían por un verdadero dios del sexo.
Maggie se fijó en Daniel y lo deseó al instante. Aunque tenía una hija ya casadera, los esmeros que siempre había dedicado a su cuerpo lo habían conservado en un estado de espléndida madurez y, a sus 42 años, vanidosamente bien conservada y siempre dispuesta al sexo, se sabía lujuriosamente deseada por hombres de todas las edades. Se levantó acentuando sus rotundidades con deliberada provocación y se dirigió a la ducha de la piscina, donde se encontraba Daniel, que no había perdido detalle del contoneo de caderas y la gracia de los andares de Maggie. Iniciaron una conversación de trámite mientras flirteaban en la piscina. Para no desairar a Daniel, Maggie contestó con desgana a sus preguntas indelicadas –ya que en las respuestas había de hacer referencia a su edad y estatus civil- diciendo que en realidad se llamaba Magdalena, pero se hizo llamar Maggie cuando nació su primera hija, para que las dos respondieran al mismo nombre. Le pareció divertido, y además, se hizo el firme propósito de que cuando Maggie hija creciera, las tomaran por hermanas, al menos durante un tiempo. Y estaba felizmente divorciada.
Cuando consideraron que ya estaba bien de preliminares se dirigieron con diligencia a la habitación de Maggie a sugerencia de ésta ya que, decía, su hija estaría de ligoteo por ahí y podrían estar solos. Se comenzaron a besar en el ascensor. Maggie comprobó con alivio que el miembro endurecido de Daniel superaba en tamaño al del David de Miguel Ángel –salvadas las escalas y los diferentes grados de excitación, que quieras que no, siempre dificultan este tipo de cotejos-, con quien lo había comparado en la piscina. Ante la puerta de la suite ya estaban casi desnudos. Maggie atinó a abrirla sin desenroscarse del sudoroso cuerpo de Daniel. Cayeron sobre la moqueta. En ese momento oyeron sonoros gemidos que venían del dormitorio. Maggie, en un arrebato de celo maternal, enojada y confusa por la delicada situación, se levantó y abrió la puerta del mismo con la intención de reprender fogosamente a su hija por llevarse amantes a la habitación, en un intento de disimular ante esta el verdadero motivo de su enojo –que le hubiera fastidiado el polvo del lustro-
-¿Se puede saber quién este tío, Maggie? Podría ser tu padre.
-No te preocupes- dijo Daniel, que se había acercado a contemplar la escena- Es el mío.
No hay duda, pensó Daniel con una sonrisa, el verano es para cometer locuras sexuales.
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