Tenía trece años y estaba encerrado en un cuerpo que una enfermedad mal diagnosticaba le había deformado cruelmente. En el colegio, los otros chicos le llamaban ‘el lisiado’, y no dejaban pasar oportunidad de reírse a su costa.
-Lisiado, nos falta uno para el partido, ¿quieres ser nuestro portero?.
Él se retiraba al aula solitaria entre las risas de sus compañeros. Su rostro, eternamente pálido y fatigado, sólo se animaba cuando veía a Cristina. Desde que la vio quedó prendado de aquella niña de pelo color canela que desprendía un olor a amapolas recién cortadas. Se enamoró de ella como sólo los adolescentes impedidos son capaces de enamorarse: con un amor doloroso y pleno, inmarcesible, irrenunciable, agotador. La buscaba a todas horas y no se cansaba de mirarla. Todos se dieron cuenta, por supuesto, y las chanzas y puyas que le dedicaban al respecto le herían como saetas incandescentes. Pero no renunciaba a contemplar la figura distante y esquiva de Cristina; la voluble, creída y deseada Cristina. Sólo por ella acabó la secundaria. Luego no la volvió a ver. Terminó la carrera y obtuvo un puesto en un ministerio, atendiendo al público.
Una mañana, mientras archivaba el expediente del cliente que acababa de atender, una voz cantarina y familiar le saludó.
-Buenos días, yo venía…
La dueña de la voz la detuvo en cuanto él se volvió. Lo reconoció enseguida; no había muchos rostros como el suyo.
-Pero si tú eres…
-‘El lisiado’ sí. Y tú Cristina. Estás guapísima, si me permites la observación.
-¡Pero qué fuerte, oyes! ¡Es que no me lo creo! Tú aquí, trabajando ¿Pero como puedes, o sea…? No me lo puedo creer ¡tú, el lisiado! Mis compis van a flipar en colores, tío ¡qué fuerte, tú! O sea…
-Veo que tú tampoco has cambiado. ¿En qué puedo ayudarte?
Comprobó, con cierto regocijo y bastante retraso, que la vida, además de cruel, también sabe ser democrática.
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