Cuando se llega a ser el jefe de estado de un país en vías de desarrollo es fácil caer en la tentación del absolutismo. En un mundo donde los países ricos muestran a los pobres el escaparate de la ilusión, más apetecible cuanto más tiempo pasa, es difícil contener, no ya la envidia, sino la urgencia de posesión inmediata de los más necesitados bienes, incluso de los más bonitos, porque todo ser humano posee un matiz hedonista. Los seres humanos tienen en común los mismos anhelos y necesidades, sea cual fuere su condición social, y a ellos aspiran. Es inútil levantar diques para contener la riada de angustia que lleva a los más atrevidos entre los necesitados a la pretensión de una vida mejor; o a la muerte. No tiene sentido infravalorar la avalancha de inmigrantes que necesitan auxilio inmediato, relegarla a la anécdota sociológica. Vivimos en un mundo desigual pero que ahora, más que nunca, es consciente de ello. Y los infortunados y víctimas del sistema quieren soluciones inmediatas. Por las buenas o por las malas.
Los dirigentes políticos hacen la vista gorda y los altos mandatarios de los países menos favorecidos hacen su agosto. ¿Hasta cuándo será manejable esta situación? Lo sabremos cuando una masacre, tarde o temprano, llame a nuestra puerta pidiéndonos explicaciones que ya no serán necesarias.
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