
Me lo contó un amigo. Me limito a publicarlo. Mi amigo, al parecer, había tenido sus más y sus menos con el alcohol. Me refiero al whisky, al gin tonic y todo eso. Se excedió en su consumo por un tiempo y llegó a convertirse en alcohólico, moderadamente, digamos, si eso es posible, pero alcohólico al fin y al cabo. Una semana de planeada excursión familiar a una isla idílica mi amigo se dejó llevar por su vicio y por unas terribles ganas de dar por culo, para que sus hermanos no volviesen a invitarlo a eventos peregrinos y sin sentido para él. Se pasó varios pueblos. No controló. Sus hermanos pensaron con horror que mi amigo era presa de una enorme, inabordable dependencia que sólo con la ayuda de expertísimos profesionales y tras una larga terapia podía ser afrontada. Él no podía, de ninguna manera salir del hoyo por sí mismo. Sus hermanos supuraban miedo. Mi amigo, ante tan inesperado planteamiento de una realidad inexacta–por falsa-, contemporizó (a veces, por no querer herir, acaba uno siendo herido). Asumió todo aquello que le achacaron con estoicismo fingido y se hizo la paz. Hoy se pregunta si mereció la pena extralimitarse, porque ahora resulta que no le apetece dar explicaciones. De ningún tipo. Bajo ninguna circunstancia. Él tiene claro el problema y no le da mayor importancia. Pero, me dice tras un trago de ron cola, ¿Tú crees que mis hermanos me creerán?
Comentarios