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Viena


Siempre he preferido la balsámica soledad y el olor añejo de las antiguas iglesias al bullicio de las aglomeraciones. Me gusta la paz de las soledades, el misterio del recogimiento, la penumbra eterna de los rincones donde nunca habitó el sol, el olor místico del moho de los siglos, los muros y las columnas pensados para el recogimiento del alma, el frescor agradable de los claustros. En los monasterios y en los conventos, con un poco de suerte, uno atisba fugazmente las respuestas a las grandes preguntas, las intuye sin aprehenderlas, como estrellas fugaces en una noche sin luna.

Por eso, cuando visito ciudades grandiosas de glorioso pasado, lo primero que hago es visitar sus templos y sus santuarios: mezquitas, pagodas, iglesias, tanto da. Así lo hice en Viena. Ciudad monumental que fue eje de toda una cultura, Viena ofrece al viajero una hospitalidad cosmopolita que forma parte de su herencia milenaria. Herencia de otros tiempos en los que ser vienés significaba ser moderno, culto, respetuoso, tolerante, generoso y hospitalario. Me dispersé por sus iglesias: la catedral de San Esteban, la iglesia de San Pedro, la de San Carlos, la Votivkirsche, la Cripta de lo Capuchimos, y otras muchas. Me perdí en el barrio judío y en el barrio griego. Me dejé subyugar por sus palacios, su ayuntamiento, su universidad y sus museos.

Dejé Viena con tristeza, pero con el espíritu aligerado y la mente un poquitín más abierta.

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