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Adiós, María

A un ser querido me lo está robando, con concienzudo trabajo, la muerte. Le atacó a traición, lanzándola contra una estatua de jade. A mi tía María, que hoy agoniza sin saberlo, atada frágilmente a la vida por el cordón umbilical de un respirador asistido, de una máquina inventada para retrasar inútilmente el desenlace inevitable. La muerte siempre gana, no necesita luchar y se ríe de los inventos para burlarla. No hay esperanza alguna, dicen los doctores, es cuestión de horas que nos deje. Y deja sobre todo una vida plena en la que interminables momentos de lozana felicidad se vieron oscurecidos por la muerte temprana de un hijo, que alcanzó por suerte, antes de irse, a dejar a su vera una sana descendencia que de algún modo compensó aquella trágica pérdida. Fuiste, eres todavía aunque inconsciente, afortunada, María. Serás siempre añorada por hija, nietos y bisnietos y por un marido que, con tu ayuda inestimable, levantó un imperio luchando con un coraje de héroe que derribó todas las adversidades. Un imperio donde viven hoy, felizmente, miles de familias.

Él, tu marido, mi tío, se llama Justo, y justo es que lo diga: gracias a los dos, Justo y María, María y Justo, en nombre de tantísimos que tantísimo os debemos. No existen palabras para entregar, a portes pagados, tanto agradecimiento. Gracias, y esto a mí solo compete, por concederme el don de la elección y la enorme gracia de vivir sin tener que ganarme la vida. Ya hicisteis vosotros el trabajo por mí –y por tantos otros-. Gracias por todo. Pronto verás de nuevo a tu hijo, María, a tu hijo perdido tan temprano. Si te sirve de consuelo, pronto nos veremos todos en la cara oculta de la vida, en el reino ignoto de la muerte. Adiós, María, hasta pronto, querida tía.

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