De entre todos los placeres que nos ofrece la gastronomía yo prefiero con mucho la comida. Esto puede parecer una idiotez pero lo voy a explicar. Si habéis visitado en alguna ocasión un restaurante de la llamada ‘noveau cousine’ (no sé si está bien escrito porque yo no tengo ni idea de francés) seguro que os ha sorprendido el hecho de haber tardado más en leer y tratar de entender la carta de platos que en ingerir el ridículo contenido de éstos. No voy a valorar la eventual excelencia de este tipo de cocina, porque estoy seguro que a muchos les gusta, y otros tantos dicen que les gusta para no ser menos y para evitar el riesgo de que les tachen de paletos. Los abanderados de esta corriente culinaria dirán tal vez que el minimalismo es una cualidad inherente a la misma, para justificar lo ignominioso. Yo los denomino restaurantes de vacío-vacío, porque tan vacío sale de ellos tu estómago como tu cartera. Antes, en otros tiempos, o en otros mundos, tanto da, proliferaban los establecimientos de comidas del tipo lleno-lleno, adonde era un placer acudir para deleitar el paladar, nutrir el organismo y no maltratar el bolsillo. Pero el viento de la moda cambia y no siempre trae lo mismo que se lleva. En este caso creo que hemos salido perdiendo los comensales, y que los restauradores se están poniendo morados a costa del esnobismo cretino de unos pocos que, por desgracia, marcan tendencias y arrastran consigo al bobo. Y hay mucho bobo, y muy hambriento. Y así seguirán hasta que algún lumbreras redescubra el cocido y la fabada.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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