
De entre la variada fauna que habita el universo gris de la intolerancia, uno de los especímenes más pintorescos –y también más dañino- es el puritano. Un puritano es una persona profundamente devota que no falta a misa un domingo así caigan chuzos de punta, profundamente convencida de que la doctrina religiosa, dictada por Dios, debe prevalecer por encima de cualquier ley terrenal, y dispuesta en todo momento a animarte a que cumplas tus deseos siempre que no sean una fuente de gozo para ti. Para el puritano todo placer sensorial, emocional o intelectual es una clase singularmente maligna de pecado. La primera y quizá más chocante de las muchas contradicciones y majaderías que contiene el ideario puritano tiene que ver –como no podía ser de otra forma- con el sexo. El mandato divino obliga a la procreación para perpetuar el reinado del hombre sobre la Tierra, pero para procrear es indispensable practicar previamente el sexo, echar un polvo, vamos. Y aquí topamos con la paradoja que constituye follar sin obtener placer. No sé cómo se las apañarán ellos, pero yo no puedo evitar pasarlo pipa cuando mojo, y lo mismo les pasa a muchos de mis amigos y amigas –la impotencia y la frigidez son patologías puntuales y por tanto excepciones-.
La idea nuclear intuyo que consiste en que si la coyunda tiene lugar dentro del ámbito del matrimonio religioso –y por consiguiente santificado por la vicaría de Dios en la Tierra- el fin justifica los medios, de tal forma que si a pesar de todo alguno de los cónyuges siente un ramalazo de gustirrinín –el hombre, al menos, tiene que eyacular si se tiene intención de procrear- durante el coito, pues con un padrenuestro y dos avemarías arreglamos el desliz. La postura del misionero es obligatoria. Felaciones, cunnilingus, exploraciones de agujeros varios y otras prácticas que se desvíen el propósito exclusivo del acto sexual constituyen anatema. Homosexualidad, bisexualidad, transexualidad o cualquier otra variante de la pansexualidad consubstancial a todo ser humano son competencia directa del Torquemada de turno, que bien sabrá impartir castigo de una forma u otra.
Pero es que además el puritanismo es contagioso, y no cesa la incorporación de nuevos miembros a sus huestes, especialmente aquellos que han sido sometidos a lavado ininterrumpido de cerebro desde pequeños, que son por supuesto los propios hijos del puritano, esos hijos que ya nacieron con el lastre de la culpa paterna de no haber sabido reprimir un aullido de placer cuando los engendró, esos hijos que, a su debido tiempo, se masturbarán como micos aun siendo conscientes de que, amén de cometer un pecado horripilante, se pueden quedar ciegos, esos hijos que tras dejar embarazadas a sus primeras novias, no pondrán objeción alguna a la decisión de los padres de ellas de llevarlas a una clínica de Londres o de Houston para evitar la vergüenza de una boda precipitada, esos mismos hijos que, una vez casados con las santas madres de sus propios hijos harán a su vez lo que su padre hizo durante toda su vida creyendo que ellos jamás lo descubrirían: irse de putas para echar un buen polvo de una puta vez.
Comentarios
Un abrazo.
Cuidaré más mi vocabulario.
¿Has leido el comentario de letralia? No sé si te llega. M.J.