
No creo andar muy errado si afirmo que los dos iconos por excelencia del siglo XX han sido Marilyn Monroe y Albert Einstein. La melena color platino cuidadosamente elaborada de ella y la hirsuta, canosa y descuidada de él son tan familiares a nuestros ojos que las podríamos reconocer aún cuando no enmarcaran sus respectivos rostros: ingenuamente sensual el de ella, ingenuamente perspicaz el de él. No acaban ahí sus semejanzas. Ambos encontraron prosaico y aburrido este mundo y buscaron refugio en otros, pero de naturaleza distinta: el de pastillas y alcohol, ella; el de la ciencia y la filosofía, él. Los dos fueron amados y también odiados -por alemanes antisemitas, él; por puritanos escandalizados, ella-. Y los dos trataron sin éxito de huir de la soledad. No la belleza transgresora ni la inteligencia genial, sino la superior humanidad de ambos ha sido la causa de que hayan sobrevivido a todos sus detractores y de haber acallado todas las críticas. Han abanderado, sin saberlo ni pretenderlo, el jubiloso triunfo de la humanidad, de lo más excelso que en ella habita: la encantadora y titánica perseverancia que supone osar ser lo que se es; es decir, ser, por encima de todo, un ser humano.
Einstein fue un judío comprometido por solidaridad con el judaísmo, pero siempre creyó que alcanzar un acuerdo con los árabes acerca de las fronteras y de una posible convivencia común era un paso previo y necesario para la creación de un Estado judío. Aunque fue, antes que nada, ‘un ser humano, y sólo un ser humano’ que abominaba de los nacionalismos, que profesaba el liberalismo político y que abrazó el pacifismo como filosofía de vida. Igual que Groucho Marx, jamás le sedujo la idea de pertenecer a ningún grupo. Hizo suya la frase de Schopenhauer: ‘Un hombre puede hacer lo que quiera, pero no querer lo que quiera’. Austero en sus hábitos y modesto por naturaleza, rehuyó siempre que pudo el oropel y la fama, las alabanzas y los laureles. En 1952 rechazó la Presidencia de Israel. No fue, como pretenden algunos de sus biógrafos, un ‘santo laico’, tuvo sus defectos sin los cuales no hubiese sido humano, también sus manías y sus contradicciones.
Como científico, revolucionó el campo de la física publicando, en 1905 –su annus maribilis-, con veintiséis añitos, los estudios que sentaron las bases para su famosa Teoría de la Relatividad, que vino a sustituir a la mecánica de Newton. Unió los conceptos de masa y energía y concibió un modelo de espacio-tiempo curvo de cuatro dimensiones cuyas consecuencias no tuvo el valor de admitir (negó la mecánica cuántica por su carácter probabilístico –‘Dios no juega a los dados’- y la posibilidad de regresar al pasado que le sugirió Gödel). Su faceta judeocristiana y determinista –‘No creo en absoluto en la libertad del hombre en su sentido filosófico’- se impuso aquí a la de genial visionario de otros universos y otras leyes físicas. Trastocó para siempre la cualidad de inmutabilidad del Tiempo y del Universo.
Tal vez por eso dijo Borges: ‘‘Y sin embargo… Negar el tiempo es negarse a sí mismo; negar el universo astronómico no es otra cosa que un consuelo secreto disfrazado de una aparente desesperación. El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrastra, pero yo soy el río; es el tigre que me devora, pero yo soy el tigre; es el fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo por desgracia es real. Y yo, desgraciadamente, soy Borges.’’
Hizo otras muchas cosas, tanto en el ámbito científico como en el social. Murió en los Estados Unidos, tan famoso como Marilyn. Con su singular sentido del humor dejó una carta para la posteridad, escrita muy en serio:
‘Querida posteridad,
Si no has llegado a ser más justa, más pacífica y generalmente más racional de lo que somos (o éramos) nosotros, entonces que el Diablo te lleve.
Habiendo, con todo respeto, manifestado este piadoso deseo, Soy (o era),
Tuyo,
Albert Einstein.'
Comentarios
Como no sé si tienes habilitada la ocupación de aviso, yo te aviso que he contestado a "Cosillas" del día 17.