
Ayer fue el cumpleaños de Coquito y no le he regalado nada. No sé qué soy más, si despistado o descastado. En cualquier caso no tengo perdón de Dios (versea Manuel Alcántara diciendo que ‘si Dios existe, no tiene perdón de Dios’), ni de nadie. Sólo de Coquito, que nació para reír y para perdonar. Si quisiera juntar todo lo que me ha perdonado desde que la conocí, faltarían en el mundo escritores de ciencia ficción para imaginar universos y llenarlos con sus dulces perdones.
Trabajas demasiado, Coquito; y aunque seas muy trabajadora, también hay que saber descansar y distraerse, te lo digo yo que soy un experto en hacer el vago y el ganso. Teléfono va, teléfono viene; cliente va, cliente viene; punto de cruz va, punto de cruz viene; hija mía, ¡qué cruz! Menos mal que tu sonrisa siempre te rescata y hacerla aparecer es mi especialidad –aunque no la tengo patentada y temo que el día menos pensado cualquier vivo se la apropie y me sustituya-, quizá lo único que se me da bien y que más me gusta hacer porque enseguida obtengo mi recompensa.
No quiero escribir mucho porque hay cosas que es mejor decirlas, o callarlas, pero mirando siempre a tus ojos, a tus ojos abismales como el mar y luminosos como la luna, inmensos como el desierto y diáfanos y confortadores como la llovizna enmarcada por el arco iris.
Felicidades, Coquito. Eres un año más guapa, y yo te quiero un año más.
Comentarios