Habíamos quedado en que un ciego pasea con su perro por una playa solitaria o bien por una calle concurrida. Que sea por la playa, a ver qué nos sale. El ciego y su perro dando un paseo por una playa solitaria. Añadamos algunos elementos decorativos, hablemos un poco del paisaje. Por ejemplo, el día está nublado, de un gris denso, opresivo, es posible que llueva pronto. Puede ser por la mañana o por la tarde, las nubes oscuras impiden que aclaremos esta cuestión. La marea está baja, eso deja una ancha playa de arena mojada y compacta, no del todo recta pero con una suave inclinación que no entorpece el paseo del ciego. A lo lejos, en la dirección que siguen las dos figuras, se divisan algunas montañas, los picos ocultos por las nubes. Una bandada de gaviotas describen piruetas en el aire y lanzan chillidos agudos, agoreros, piensa el ciego, los antiguos heteromantes podrían sacar una buena información de esos graznidos, y con seguridad no presagiaría nada bueno. Camina descalzo –ha preferido dejar los zapatos junto al muro del paseo marítimo y recogerlos a la vuelta-, lleva remangados los pantalones hasta casi las rodillas; le gusta que las lenguas de las olas le mojen los tobillos al romper, se los laman y los salpiquen de frescas gotas de mar. Es uno de los pocos placeres que disfruta ahora, se confiesa a sí mismo, porque con los demás no habla del asunto. Del ‘Asunto’. ¿Qué asunto? Digamos que no es ciego de nacimiento. Supongamos que ha perdido la visión en un accidente, ¿de coche? ¿Laboral? ¿Cocinando? En cualquier caso ha sido recientemente: la torpeza de sus gestos, su inseguridad al agacharse para coger y reconocer algún objeto con el que ha tropezado o ha pisado, ese extender de cuando en cuando la mano izquierda –con la derecha agarra la correa del perro- como tanteando en la oscuridad, esos gestos descubren enseguida su condición de ciego reciente, de inválido nuevo que aún no ha asimilado su condición; se ve a sí mismo –hasta el verbo ‘ver’, usado aquí en sentido metafórico, le duele, le recuerda su invalidez no asumida, su tara- como un hombre incompleto, inferior pero –y esto es lo grave- conocedor de su plena potencialidad, como se vería Casillas si se viese obligado a jugar en un equipo de peñas, ¡qué atrocidad! Ese es el ‘Asunto’. Su ceguera no asumida todavía, tal vez nunca, su amargura ante la contundencia de este hecho desmesurado. Por eso pasea en solitario, o sólo con su perro –ya hablaremos del perro-, no quiere compañía, detesta las miradas compasivas aunque no las vea: las intuye, o las imagina, o las inventa –está desarrollando una paranoia incipiente-, ¿para qué? ¿Para sentirse aún más humillado? Sí, eso es, quiere rebosar de humillación, provocar desprecio, parecer ignominioso, sobre ante sí mismo, a sus propios ojos –es un decir-. Por eso rehúye la compañía de otras personas, aún de personas queridas, que él ha querido y por quienes ha sido querido, especialmente de esas personas tan cercanas que intenta alejar de sí adoptando un comportamiento huraño, áspero, incluso abiertamente ofensivo. ¿Por qué actúa así? Parece claro que lo último que desea es compasión –prefiere ofender a dar lástima-, esa compasión que no hace sino aumentar la que siente por sí mismo, pero aunque él sí puede -¿quiere? ¿Desea?- compadecerse, no lo consiente en los demás, menos cuanto más cercanos a él están o han estado. Como su hermana -¿Dorotea?, sí, Dorotea, un nombre rústico, medieval, añejo, de persona cabal y firme-, como su querida, su abnegada hermana Dorotea, la beatífica Dorotea que todo lo soporta si viene de él, cualquier exabrupto, o grosería, o grito, o lamento, la que siempre llama quedamente a la puerta de su dormitorio cuando lo oye llorar bajito y él le grita que se vaya al cuerno, y se enfada por haber dejado que ella lo oyese sufrir; y entonces ya no puede más y muerde la almohada para ahogar un grito que le sale del centro de sus entrañas, un grito de dolor contenido desde hace tres años, desde que los médicos le comunicaron que no volvería a ver.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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