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El inventor de juegos


Durante el resto de su vida, Tomasín habría de recordar aquella tarde lejana de su infancia como la primera tarde en que su padre no estaba en casa para jugar con él. Y en su mente se hacía la confusión cada vez que intentaba rescatar los trozos de su memoria que se habían perdido para siempre y que le impedían completar el lienzo de su vida, apuntalar su integridad mental, y buscar, libre de ataduras a un pasado incierto, el camino de su felicidad. Aquella tarde que partió su vida en dos pedazos de tiempo Tomasín salió corriendo en cuanto sonó la sirena que señalaba la finalización de las clases. Desoyó las propuestas de diversión de varios de sus compañeros y enfiló al galope el camino hacia su casa, donde su padre le esperaba con un juego nuevo que había inventado para los dos.

Su padre siempre estaba inventando juegos, era su pasión, y Tomasín la compartía, aunque él no colaboraba en la etapa de elaboración y se limitaba a esperar con ansia mal contenida a que su padre terminara de una vez para empezar a jugar. Le entusiasmaba contemplar a su padre dibujando sobre una libreta el diseño de algún aparato genial o anotando, entre miradas soñadoras que denotaban la concentración que le exigían sus elucubraciones, las reglas de un nuevo juego de imaginación, o de habilidad, o tal vez deportivo, aunque de este último tipo ya no inventaba tantos porque su madre se quejaba siempre de cómo le dejaban la casa y les rogaba que jugasen a algo sedentario y mentalmente nutritivo (esto lo decía el padre remedando la voz de la madre mientras le guiñaba a Tomasín un ojo cómplice y los dos se partían de risa). Su madre, aunque era algo gruñona también jugaba con su padre, pero siempre cuando estaban solos en el dormitorio, jamás delante de Tomasín ni de su hermana. A veces la madre, ante las preguntas de Tomasín, tenía que explicar con detalle a qué había jugado con papá la noche anterior y por qué tenía aquellas moraduras en la cara, y es que con ella papá jugaba a otros juegos que no podían jugar los niños ya que tenían cierto peligro, de ahí las moraduras y los arañazos que mamá lucía algunas mañanas en la cara, y también los gritos, a veces, que despertaban a Tomasín por la noche, aunque su hermana, cuando él le preguntaba, siempre decía que no había oído nada. Una tarde le preguntó al padre sobre los juegos con mamá y el padre le dio una bofetada. Fue la única vez que le pegó a Tomasín, que se quedó mudo y pálido y no conseguía llorar y se encogió sobre sí mismo en una esquina con los ojos perdidos en su propio asombro. Luego el padre cogió la botella de whisky y fue a sentarse en el suelo, junto a Tomasín, y tal vez tuvo la intención de disculparse o darle alguna explicación de su insólito comportamiento, pero ese día bebió más rápido y más cantidad y sólo le salían palabras inconexas. Cuando se quedó dormido apoyado en la pared Tomasín le quitó de la mano la botella y la vació en el fregadero de la cocina, ahora sí, llorando con desconsuelo.

La hermana de Tomasín se llamaba Claudia, como un emperador romano, pero en mujer, le decía su padre, que los días que se controlaba con la botella era para partirse de risa con él. Ya iba al instituto y desde hacía algún tiempo se la veía triste y cansada, no contestaba a las preguntas de Tomasín y se encerraba en su cuarto durante horas. La madre le decía al niño que el cambio del colegio al instituto siempre afecta, sobre todo a las chicas, pero que se le pasaría y volvería a reír como antes y a charlar por los codos como una cotorra. Tomasín, aparte del episodio ignominioso de la bofetada, que se fue diluyendo en su memoria con una precisión tan saludable que no podía sino ser fruto de la experiencia, se alegraba de que su familia fuera tan divertida, sobre todo su padre, que además de con él y con mamá, últimamente también jugaba con Claudia, pero en el cuarto de ella, y eso le dolía a Tomasín, porque pensaba que cuando jugaba con su madre vale, pero si lo hacía con Claudia él también podría jugar porque el riesgo de los juegos sería menor, al ser Claudia todavía casi una niña. Pero nada, por más que protestase, su padre se negaba a dejarle entrar en el cuarto cuando iba a jugar con su hermana. “Nosotros jugamos a juegos de hombres”, decía el padre, “con ellas es distinto”.

La tarde en que Tomasín volvió a toda prisa del colegio para jugar con su padre al juego nuevo que había inventado encontró una atmósfera lúgubre en la casa. No había ruidos, la tele estaba apagada, la botella de papá no estaba sobre la mesa del salón. Entonces sintió un pálpito angustioso que le congeló el alma. Se dirigió a la cocina, donde su madre y su hermana se afanaban con alguna extraña tarea en el fregadero. “¿Dónde está papá?”, preguntó. “Ha ido a dar un paseo”, contestó su madre sin levantar la cabeza, “vete a tu cuarto”. Tomasín vio la botella de su padre en la mesa de la cocina. “Papá nunca sale cuando bebe, además me prometió que hoy tendría listo el juego nuevo y que jugaríamos los dos”. “Pues te ha mentido”. “Papá nunca miente, sólo de mentirijillas a veces, cuando estamos jugando”. Tomasín sintió como un fuego en el estómago. Su hermana había sacado una mano del fregadero. La tenía manchada de rojo. “¿Qué te ha pasado?”, preguntó el niño, “¿ha sido jugando con papá?”. Ella no contestó, pero volvió a meter el brazo en el fregadero. Tomasín sintió ganas de llorar. “¿Qué no queréis decirme?”, y de repente, “¿por qué sois así? ¡Seguro que papá os castiga por ser tan malas!”. “¡Calla de una vez!”, gritó Claudia volviendo la cabeza, “qué sabrás tú, que por suerte has nacido niño”. Una mirada nimbada de moretones circulares le arrojó a Tomasín una carga de odio que el niño no soportó sin perder el equilibrio y caer de culo, los ojos perplejos y crédulos, de algún modo inefable, al fin crédulos. “Papá ya no volverá, vete a hacer los deberes a tu cuarto”, dijo la madre, y a Claudia: “Y tú calla, ya has dicho demasiado”. Mientras Tomasín recogía los cuadernos desparramados por el suelo y se disponía a salir y a iniciar su propia limpieza, un proceso meticuloso de eliminación de cualquier recuerdo relacionado con aquella ominosa escena, como tantas otras veces había hecho sin ser consciente de ello, apenas advirtió un estrecho río de sangre que serpenteaba con lentitud desde la puerta cerrada de la despensa. Camino de su dormitorio, mientras iba olvidando con un rigor que era como un rito, se acordó del juego no jugado, del inédito juego prometido, y decidió que a partir de aquel día él inventaría sus propios juegos.

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