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Terapia II


Verá, doctor, todo comenzó hará unos seis meses. Estábamos cenando mi mujer y yo en la cocina cuando de repente ella dijo que no me quería, que nunca me había querido. En un tono desenfadado, como quien charla de cosas banales con un amigo o con un amor, me fue desgranando todas las cosas que odiaba de mí. Yo la miraba boquiabierto, embelesado por el contraste entre sus palabras fatales y su semblante relajado, casi divertido. De repente se calló, dejó el tenedor sobre la mesa y se llevó las manos a la cara para ocultar una lágrimas súbitas, quizá inoportunas. Yo no sabía si consolarla o llorar con ella, imagínese la situación, menudo palo, así, de golpe, toda tu vida a tomar por saco, con perdón. Se levantó furiosa y se dirigió al salón, pero antes de salir se volvió y me dijo con una mirada de hielo: “Pero lo que nunca te perdonaré es que arrancaras el limonero del jardín.”

¿Sabe, doctor? Nunca hemos tenido jardín porque vivimos desde que nos casamos en un piso del centro. Me quedé perplejo, ¿qué estaba pasando? Decidí concederle unos días antes de hablar con ella del asunto; para que reflexionara o se calmase, tal vez era sólo de los nervios, de la tensión del día a día, como dicen ustedes los psiquiatras, no sé, el caso es que no dije ni hice nada, seguí con mi vida como si aquella escena nunca hubiera ocurrido. Pasaron los días y las semanas. Alicia parecía haber decido olvidar también, o fingía que olvidaba, pero su comportamiento era el de siempre, su vida no cambió, y decidí que la mía tampoco, que nuestro matrimonio seguiría como hasta aquella noche inverosímil, dentro de los límites de la normalidad conyugal, de la normalidad estadística quiero decir, porque después cada pareja es un mundo, ¿verdad, doctor?

Pero a los dos meses o así, una tarde fría de marzo que entraba yo en el portal de vuelta del trabajo, me crucé sin levantar la vista con una pareja que salía, la mujer me saludó, dijo: “Buenas tardes, vecino”. Levanté la cabeza ante el sonido familiar de su voz y por el rabillo del ojo reconocí a mi mujer, iba colgada del brazo de nuestro vecino de arriba, un tipo soltero y mujeriego que ni me miró. Yo me volví, imagínese, estupefacto, cuajado. Los seguí hasta un cine cercano al que entraron. Yo no, ya había visto la película. Volví a casa y me hundí en el sofá; lloré como un niño. Esperé hasta muy tarde pero ella no apareció. Me acosté y soñé con un hermoso jardín con flores y un precioso limonero cerca del porche de la casa, yo abrazaba a mi mujer, a Elena, ¿no le había dicho el nombre antes?, estaba preciosa con ese vestido de raso azul que le marca los ángulos de la cadera. Desperté muy tarde. Decidí que no iría a trabajar, mi jefe es un capullo, ¿sabe, doctor?, un engreído sin talento que se va a cargar el negocio que heredó de su padre; además, la tiene tomada conmigo, bueno, la tenía, porque hace unos días que me he despedido, así, por las buenas. En realidad no fue así, la verdad es que el día anterior había visto por casualidad a Gloria. Paseaba cerca de la estación portando una maleta, estaba guapísima, al parecer le sentaba bien estar lejos de mí. En cambio a mí su ausencia me estaba matando. Se acercó y me pidió fuego. Me dio las gracias sin mirarme a los ojos. Se alejaba cuando la llamé. Se volvió sonriendo y me ofreció un cigarrillo. “No fumo, cariño”, le dije, “¿no te acuerdas?”. Me sonrió como si no entendiera, se alejó, entró en la estación. No he vuelto a verla. Un amigo de Sevilla me llamó para decirme que la había visto en los toros, acompañada por un señor que se parecía tanto a mí que mi amigo fue a saludarlos. Pasó un apuro tremendo cuando se dio cuenta de que él no era yo. En cambio, estaba seguro de ella era Pilar, la Pilar que él conocía, mi esposa. Yo le dije que ya no estábamos juntos y él no quiso violentarme con preguntas inútiles.

Hoy he venido porque se me ha acabado el alcohol y no tengo dinero para comprar más, ni siquiera para pagar esta consulta, doctor, usted me disculpará, sólo quería hablar con alguien, necesitaba un amigo y le elegí a usted, porque hay algo más, doctor, algo en lo que quizá usted me pueda ayudar, ya le pagaré sus servicios algún día, no se altere; sólo contésteme, doctor, se lo suplico, dígame por lo que más quiera una cosa, déme una respuesta y me iré. Dígame por qué cree usted que arranqué aquel limonero, doctor, eso me está matando.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Casualmente el limonero lo tengo yo, te lo juro. Lo planté hace dos meses (era una de mis ilusiones) y está precioso. Podeis estar tranquilos Alicia y tú. No vas a necesitar más terapia, sobre todo si dejas el alcohol. ¡Malas pasadas juega el cabrón!

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