
Delante del espejo se ajustó el nudo de la corbata y verificó que su carísimo traje comprado en Milán no más de dos meses atrás lucía impecable sobre su cuerpo musculoso de gimnasio. Siempre había llevado una vida sana: dieta, deporte, moderación le habían moldeado un ánimo brioso y optimista con el que junto a su habilidad e inteligencia se había abierto camino en la espesa jungla financiera de los mercados bursátiles más inextricables. Buscaba la adrenalina en operaciones de alto riesgo, que invariablemente se resolvían en unos cuantos ceros añadidos a las cantidades arriesgadas en ellas por sus incondicionales clientes. Llamar comisión a su parte era casi una ingenuidad. Su olfato de lobo financiero sólo le había fallado una vez: la última. Bien sabía que en aquella selva no había sitio para un rey destronado. Su dignidad le dictó su propia sentencia. Tras una última ojeada a su imagen de galán de cine de cuando el cine era cine, se dirigió al enorme salón del magnífico ático que habitaba en aquella ciudad cinematográfica, en aquella jungla de asfalto, abrió las puertas acristaladas de la terraza, se subió en la barandilla de balaustres de mármol, y se dispuso a gozar de la mayor dosis de adrenalina de su vida, de todas las dosis de su futuro sin futuro en una sola toma. Y, en el preciso instante del que creía último acto voluntario de su cuerpo, supo que para disfrutar a fondo de la vida había que ver el rostro de la muerte. Comprendió a la velocidad de la luz que había tenido el primer y último pensamiento interesante de su vida. Entonces, ya en el aire, sonrió en lo que sería, ahora sí, el último acto voluntario de su cuerpo.
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