
Ella tenía la seguridad de que él siempre estaba en otra parte, aunque estuviera con ella. Lo que comenzó como una oleada de despistes que lo atacaban en cualquier momento y lo apartaban de ella durante unos minutos interminables, se fue agudizando con el paso de los meses para transformarse en una ausencia completa de identidad siempre que ella estaba junto a él, en un estar y no estar, o un ser y no ser, porque para ella, durante esos inacabables segundos y minutos y hasta horas en que él se ausentaba sin marcharse de su vera, durante los que se vaciaba interiormente y dejaba en su lugar aquella cáscara hueca que a ella cada vez le costaba más identificar con su cuerpo, en aquellas ocasiones para ella él ya no era aquello por la simple razón de que aquello no era él, sencillamente no estaba, se había esfumado o volatilizado o tal vez su esencia, su alma –se resistía a usar este término, alma, porque no era creyente- había subido a los cielos o bajado a los infiernos dejando allí su cuerpo robotizado que se manejaba mecánica y previsiblemente ante los estímulos habituales. Hoy estaban viendo una película clásica, un western que habían comprado tras ardua búsqueda porque al parecer estaba descatalogada la cinta y por fin había encontrado ella en eBay. ‘Soldier Blue’.Palomitas y coca-cola sobre la mesilla, frente al sofá; la cabeza de ella sobre las piernas de él, medio adormilada pero pendiente de la cinta; sabía porque se lo había contado decenas de veces que a él le encantaba una escena en la que Peter Strauss trata de morder la cuerda que mantenía sujetas sobre la espalda las manos de Candice Bergen, ambos tumbados de lado, para tratar de desatarla y librarse ambos del secuestro por parte de unos indios que los trasladaban en una carreta, pero se distrae una y otra vez ante la visión espectacular de las nalgas que Candice Bergen le ofrece al empujar con el culo para ayudar a que Peter Strauss llegara con más facilidad a la cuerda; al estar las manos casi a la altura del trasero, hay un momento en que Strauss casi está a punto de morder con lascivia una nalga. Al ver la escena, ella comprendió por qué a él le había impresionado tanto y se incorporó lo suficiente para decírselo. Entonces comprendió que había vuelto a suceder lo que ya sabía de antemano pero como de costumbre había preferido olvidar, hacer como que no iba a ocurrir para aferrarse a la ilusión de su compañía y disfrutar de ella no queriendo recordar que él no estaba allí sino en otra parte donde ella nunca podía llegar, porque cuando quiso reaccionar y hablarle de sus ausencias con el propósito de que le enseñara al menos el camino para poder ella acompañarle allá donde fuese que iba, él ya había dejado de ser él definitivamente mientras estaba junto a ella, y quedaban sólo sus migajas o su fantasma (sabía por amigos y familiares de él que cuando ella no estaba, él sí, no se ausentaba sino que permanecía en su cuerpo y vivía en él, el fenómeno sólo sucedía cuando estaba con ella). Al percibir el gesto de ella, él dijo mecánicamente: “Menudo trasero, ¿verdad?”, pero sus ojos estaban vacíos y no chispeaban ante la suculenta escena cinematográfica, eran ojos de muerto. Ella quiso contestarle diciendo lo que en realidad pasaba por su cabeza: que él ya no la quería como antes porque si no, no se iría cuando ella estaba, que adónde iba sin ella y sin decirle nada, que cuándo iba a regresar de una vez y continuaban planeando juntos el matrimonio del que tanto hablaban antes de sus ausencias, de la ceremonia en la iglesia del convento de Las Carmelitas, de la luna de miel en Namibia, recorriendo a caballo la estepa africana, de sus hijos planeados, de su futuro común intacto, inmaculado, como una bendita libreta en blanco que se ofrecía abierta para ser escrita por ellos con la tinta de su amor. Tantos planes, tanto tiempo para vivir y para amar, tantos recuerdos que ya no existirían, que no estarían a mano en el álbum de fotos para enseñar a los amigos dentro de muchos años, a los nietos y a los bisnietos. Pero no fue eso lo que contestó, ¿de qué serviría? Se limitó en cambio a apoyar de nuevo la cabeza sobre las piernas de él y con la mirada ausente y pensando ya en otra cosa, contestó con una voz que sonó también ausente: “Tenías razón, cariño, un gran trasero". Comprendió entonces, de súbito, que ella ya tampoco estaba allí.
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