La credulidad es un asunto escurridizo, y no admite teorías ni soporta criterios, pero sí se puede asegurar acerca de ella que ha sido la base de los más cruentos odios entre los pueblos que en el mundo han sido. Hay quien sólo cree cuando ve, aun a riesgo de ser traicionado por el incierto sentido de la vista, y sólo a su veleidosa certeza se remite para sustentar la creencia recién adquirida; luego hay quien cree y entonces ve, y ve al parecer algo muy diferente de lo que había visto hasta el momento glorioso de la revelación, y eso le transforma la vida para bien y lo hace más feliz porque le da sentido, lo acerca a la verdad, o al menos a su verdad, aunque no siempre ocurra lo mismo con quienes le rodean, sobre todo si ellos no han conseguido ver también, o sí han visto pero ha sido algo diferente, y entonces la cosa ya se complica; también hay quien no cree ni aún habiendo visto; y quienes creyendo siempre no consiguen nunca ver. Pero cuando la creencia arraiga en los corazones apasionados o falsamente incrédulos o desesperados encuentra en ellos terreno fértil para crecer y crecer y traspasarlos con la fuerza de su sabia, que dando vida a tallos y ramas, entreteje una inextricable enredadera de fanatismo que acaba estrangulando el corazón, que lo pudre y lo transforma en un cieno del que en adelante se nutrirá y crecerá y se adueñará de su dueño y lo rebajará a la condición de pura mula de carga de las pesadas creencias que son sus frutos y que sólo suelen tener de certeza su propia pesadez. Y cuando una reata de estas acémilas topa en el desfiladero resbaladizo de la fe con otra reata cargada con creencias no menos pesadas ni menos ciertas, pero sí distintas, entonces las dos filas de animales se empecinan en continuar por el estrecho sendero barrancoso por el que sólo una de ellas tiene cabida y paso, con el previsible desenlace del despeñamiento de ambas y la muerte inútil de los animales, no así de los pesados frutos, que aguardarán, inmutables como el tiempo, a que algún incrédulo los contemple y padezca una revelación y crea y los recoja para repartirlos entre las almas de poca fe, que entonces la adquirirán o no, pero seguro que habrá nuevos despeñamientos, porque creer es lo mismo que no creer cuando de lo que en realidad se trata es de llevar a toda costa razón, aún a riesgo de perderla en el empeño. Y al final las gentes se desquician y acaban por matarse, y sólo porque algunos creen y otros no creen o sí creen pero en algo distinto. Y así, claro, uno acaba por perder el hilo.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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