La credulidad es un asunto escurridizo, y no admite teorías ni soporta criterios, pero sí se puede asegurar acerca de ella que ha sido la base de los más cruentos odios entre los pueblos que en el mundo han sido. Hay quien sólo cree cuando ve, aun a riesgo de ser traicionado por el incierto sentido de la vista, y sólo a su veleidosa certeza se remite para sustentar la creencia recién adquirida; luego hay quien cree y entonces ve, y ve al parecer algo muy diferente de lo que había visto hasta el momento glorioso de la revelación, y eso le transforma la vida para bien y lo hace más feliz porque le da sentido, lo acerca a la verdad, o al menos a su verdad, aunque no siempre ocurra lo mismo con quienes le rodean, sobre todo si ellos no han conseguido ver también, o sí han visto pero ha sido algo diferente, y entonces la cosa ya se complica; también hay quien no cree ni aún habiendo visto; y quienes creyendo siempre no consiguen nunca ver. Pero cuando la creencia arraiga en los corazones apasionados o falsamente incrédulos o desesperados encuentra en ellos terreno fértil para crecer y crecer y traspasarlos con la fuerza de su sabia, que dando vida a tallos y ramas, entreteje una inextricable enredadera de fanatismo que acaba estrangulando el corazón, que lo pudre y lo transforma en un cieno del que en adelante se nutrirá y crecerá y se adueñará de su dueño y lo rebajará a la condición de pura mula de carga de las pesadas creencias que son sus frutos y que sólo suelen tener de certeza su propia pesadez. Y cuando una reata de estas acémilas topa en el desfiladero resbaladizo de la fe con otra reata cargada con creencias no menos pesadas ni menos ciertas, pero sí distintas, entonces las dos filas de animales se empecinan en continuar por el estrecho sendero barrancoso por el que sólo una de ellas tiene cabida y paso, con el previsible desenlace del despeñamiento de ambas y la muerte inútil de los animales, no así de los pesados frutos, que aguardarán, inmutables como el tiempo, a que algún incrédulo los contemple y padezca una revelación y crea y los recoja para repartirlos entre las almas de poca fe, que entonces la adquirirán o no, pero seguro que habrá nuevos despeñamientos, porque creer es lo mismo que no creer cuando de lo que en realidad se trata es de llevar a toda costa razón, aún a riesgo de perderla en el empeño. Y al final las gentes se desquician y acaban por matarse, y sólo porque algunos creen y otros no creen o sí creen pero en algo distinto. Y así, claro, uno acaba por perder el hilo.
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
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