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De paso


Seguí a la chica a una distancia prudencial, como suele decirse. Sólo la perdía de vista cuando doblaba alguna esquina o entraba en alguna tienda de ropa femenina. Había muchas en aquella zona, Rodeo Drive, el corazón comercial y putero de Los Ángeles. Yo sólo estaba de paso, cumpliendo un encargo de un cliente de Nueva York. Tenía que liquidar a un tipo que le debía dinero a mi cliente, un moroso, un listillo, un cadáver que aún andaba, por poco tiempo. Soy muy bueno en lo mío, mis tarifas no están al alcance de cualquiera, pero quien las paga sabe que hace un buen negocio y pagaría más de buen grado, si hiciera falta. Llegué a L.A. en el vuelo de las 8:30. Fui en taxi hasta el barrio del futuro fiambre; bajé del coche antes de llegar a su mansión de estilo colonial pintada de color caldera, una fortuna, una horterada, los ricos prefieren que los maten antes que no dar la nota. Me refugié tras una palmera y esperé; salió con su matón media hora más tarde y se subieron en un enorme Cadillac que había en la puerta. Salieron quemando rueda. Ya lo tenía localizado, el resto era cuestión de paciencia. Roland no tenía futuro; Roland, vaya nombrecito, no quedaría bien en la lápida; hay nombres que parecen pensados para marcar, nombres que deciden tu destino, que están grabados en alguna bala, como la que llevo en el tambor de mi revólver. La rubia salió de la casa de al lado. Alta, pechugona, perfil de jarrón, pantorrillas sólidas, mi tipo. Paró un taxi, yo hice lo mismo con el siguiente, un minuto después, había tiempo, a veces combino el trabajo con el placer, no soy un purista. La seguí hasta Rodeo Drive en taxi y luego a pie tras el vaivén provocativo y caprichoso de su falda ajustada, de su suéter ajustado, de sus guantes ajustados, de la marca de su ropa interior ajustada, de su…, bueno, mejor no calentarse antes de tiempo. Llevaba gafas oscuras y el cabello pelirrojo sujeto con un pañuelo de lunares rojos; dos labios carnosos reventaban sobre su cara de muñeca presumida. Se contoneaba al caminar, me estaba volviendo loco. Al salir de una tienda de ropa la abordé. Le conté la historia número tres de mi repertorio. Se rió. Ese era mi objetivo. El resto fue fácil. Después de comer en un restaurante de postín hizo algunos remilgos antes de rendirse y acompañarme a un Holliday Inn que ella misma sugirió, yo no era nativo, ya lo he dicho, sólo estaba de paso. Cogí una suite, o lo que allí llamaban así, porque a ella le hacía ilusión, la muy zorra, me iba a salir por un pico el capricho, pero qué narices, la tía valía la pena. Nunca me ha gustado que una mujer me desnude, pero hice una excepción: menos el sombrero y el cigarrillo, ella me quitó todo lo demás. Me senté en la cama mientras se demoraba en quitarse la ropa; al llegar a las bragas –muy ajustadas- me pidió que esperase un minuto, necesitaba ir al baño. Yo estaba que reventaba, no podía más. Le grité que se diera prisa, la erección me estaba matando. Se abrió la puerta y salieron Roland y su matón. Me cosieron el pecho a balazos. Hicieron algunas bromas sobre el estado de mi miembro y Roland llamó a Mae, así se llamaba la muy furcia, Mae, bonito nombre, hacía juego con Roland, tal para cual. Ella salió, de nuevo vestida, y lanzó un silbido cuando me vio tumbado de espaldas sobre la cama con el miembro más vivo que nunca, saltaron chispas de sus ojos lascivos, la muy putilla. Tú te lo pierdes, muñeca. Salieron. Llevo muerto más de seis horas. Nadie ha descubierto aún mi cadáver, no hay prisa, tengo todo el tiempo del mundo. Sé que ya no estoy de paso en esta ciudad, de hecho creo que me voy a quedar aquí durante mucho, mucho tiempo; qué más da, un sitio como cualquier otro para pasar la eternidad. Supongo que me aburriré mucho, no me importa, la diversión está sobrevalorada, aunque confío en que la erección remita pronto, no queda bien en un fiambre.

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