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El tren


Al borde de la medianoche, un automóvil parado sobre la vía del tren rompía, con los reflejos tenues que la luna arrancaba a su chapa gris metalizada, la monotonía negra que extendía su dominio hasta el horizonte, y quizá más allá, porque ninguna luz ni otro reflejo se divisaba, o no lo divisaba al menos el ocupante del vehículo, concentrado en el esfuerzo que le suponía tratar de liberar sus manos, atadas a su espalda con una cuerda fina y mordiente. Estaba situado en una postura incómoda entre los dos asientos delanteros, sentado en el del conductor pero inclinado sobre el del acompañante, y moviendo con violencia sus muñecas a lo largo del freno de mano, arriba y abajo, una y otra vez, tratando de desgastar las cuerdas que las unían. Si lo lograba, aún tendría que desatar también los tobillos, atados con una cuerda idéntica a la de las muñecas, y por último, tras despegar de su boca la cinta americana que la amordazaba y dificultaba la respiración, agitada en exceso por el esfuerzo, estaría en condiciones para intentar romper alguna ventanilla y salir del coche antes de que lo arrollara el tren de cercanías que a las doce de la noche tenía que pasar por allí.

Esa era la intención -la de que lo arrollara el tren- de quienes le habían dejado allí atado hacía menos de media hora, según calculó Daniel, pero no lo podía saber con exactitud, el tiempo corre a otra velocidad en trances de ese tipo. Pero seguro que hacía menos de media hora, porque justo antes de que le retorcieran el brazo izquierdo y lo llevaran hacia su espalda para atarle las muñecas, alcanzó a echar un fugaz mirada al reloj. Eran las once y media, el cercanías pasaba a las doce en punto, luego hacía menos de media hora.

-Mañana saldrás en los papeles, rubio, estás hecho un tío importante-, le había dicho El Negro, el jefe de aquella cuadrilla de asesinos, mientras observaba a sus hombres ejecutar aquella macabra liturgia que lo dejaría listo para ser aplastado por un tren, lo hacían de manera mecánica, a conciencia pero sin entusiasmo, un trabajo más para ellos, pero no el primero de ese tipo porque no dudaban, no preguntaban. El Negro había dicho en el pub: “al tren”, y nadie había abierto la boca hasta ese nuevo sarcasmo envenenado. En el pub había estado más lucido si cabe, un alarde de ingenio ese hombre, talento desaprovechado, como dijo Robert de Niro en ‘Una historia del Bronx’ refiriéndose a Chaz Palmintieri, el capo de su barrio, listo pero letal, igual que El Negro, sólo que éste no era el capo, el jefe, sino que trabajaba como sicario para don Angel Barreiros, el padre de Sandra.

-¿Y a ti por qué coño te dio por liarte con una Barreiros, rubio?, en la comarca hay tías de sobra, y tú eres un guaperas, puedes elegir, ¿por qué te complicaste la vida?, o eres muy señorito o muy gilipollas, o las dos cosas-. El Negro, sentado junto a él en aquellos asientos corridos en forma de semicírculo, le pasaba un brazo por los hombros a Daniel y le sonreía, como un colega, porque era eso lo que quería que pensase la gente que había en el pub, claro que los otros cuatro que había sentados con ellos, dos a cada lado, rompían aquella imagen cordial y distendida que El Negro trataba de imprimir a la escena. Pero los del pub ya conocían a El Negro y sabían el motivo de aquella charla. También sabían que no había que entrometerse ni comentar nada luego. Nadie en aquel pueblo ignoraba que no había que meterse en los asuntos de los Barreiros.

Tampoco lo ignoraba Daniel, que al poco tiempo de llegar a Rivera del Olmo para trabajar en el viñedo de su tío conoció una noche en las fiestas a Sandra Barreiros. La invitó a bailar y ella aceptó con su sonrisa luminosa, y bailaron mucho tiempo, rápido, lento, dando brincos, agarrados, Daniel embriagado por el olor del pelo de Sandra, ella sofocada, casi mareada, cada vez que Daniel se arrimaba y ella notaba aquel pecho duro y ancho, perlado de gotas de sudor, y casi podía escuchar los ruidos de tambor que salían de dentro, tan potentes a veces que no le dejaban oír la música, tan acelerados que Sandra tuvo miedo de que a aquel chico alto y rubio, tan educado y tan decidido, le fuese a dar un infarto.

Desde aquella noche procuraban verse cada día, y eso que alguien le advirtió a Daniel que tuviese cuidado don los Barreiros. Pero el chico no era de los que se amilanaban, y no hizo caso.

-¿No te avisaron, rubio?, yo diría que si, siempre hay alguno que lo hace. Lo sé porque yo me encargo, así que no digas que no. Lo que pasa es que tú eres un echao palante, lo supe en cuanto te vi aquella noche, éste nos dará problemas, me dije, y no me equivoqué, y mira que te lo hemos dicho cien veces, pero tú ni caso, tú más chulo que un ocho, ¿no, rubio?-

Se vieron tres días seguidos, a la hora de la siesta, ella llegaba en su bicicleta a las tierras del tío de Daniel, con una canasta con pastelillos, y se los comían a la sombra de un sauce, sobre la tierra fresca por la humedad del río, hablaban, reían, se besaban, pero Daniel no quiso ir más allá, era un chico serio y tenía el pálpito de que Sandra podría ser su mujer, por eso se paraba, por eso la respetaba. Y ella se lo leía en los ojos y le gustaba. Cuando ella se marchó aquel día Daniel se adormiló a la sombra del árbol y fantaseó con su futuro: Sandra y él casados, vivirían en otro sitio, le pediría dinero a su tío y arrendaría algún viñedo con una casa, Sandra amamantando a su hijo. Le despertó un intenso dolor en el costado, trató de revolverse y otra patada, en el pecho, le dejó sin respiración en el suelo, casi inconsciente. Abrió sin prisa los ojos, concentrado en el esfuerzo de meter aire en sus pulmones. Vio la cara de El Negro, sonreía. Le dijo, con aquel sarcasmo al que era tan aficionado, como supo luego Daniel, que dejara en paz a la Sandrita, porque le iban a llover los problemas, también a su tío, en verano las cepas arden con cualquier cosa, con tanto calor.

-Y tú ni caso, ¿verdad, rubio?, se te metió en los cojones liarte con la Sandrita y no paraste hasta que la preñaste a posta, porque lo hiciste para que don Angel no tuviera más remedio que dar su consentimiento, para poderos casar enseguida y para que nadie tocara a tu tío, ¿no es así?, para llevártela por tu cara bonita, rubio. Qué listo eres, rubito, te creías más listo que don Angel Barreiros, ahí es nada. Y fíjate por donde te ha salido el tiro, por la culata-.

Huyeron. Daniel podía haber aguantado más, aunque fuese por orgullo, pero Sandra no quiso, lo estaban moliendo a palizas. Ella tuvo la idea, le dijo que su padre no consentiría que su hija se convirtiese en una madre soltera. Escapémonos, Daniel, tengo algo de dinero ahorrado, vámonos a tu pueblo, a casa de tu madre, cuando nos encuentren yo estaré encinta y mi padre tendrá que aguantarse, nos arreglará la boda y todo, y nos pondrá una casa, di que si, vida mía. Y Daniel dijo que si, se tragó su orgullo y huyó con Sandra.

-Por tu cara bonita, que eres un listo, braguetazo y a vivir del cuento, don Angel proveerá, pensaste. ¿Pero tú eres sordo, no escuchaste a la gente hablar del amo?, ¡como que se iba a aguantar, menudo es! Negro, tráeme a mi hija, déjalo a él, ya lo entenderemos más adelante, pero a la Sandra la quiero conmigo. Y a por ella fuimos. Por cierto, siento lo de tu madre -lo dijo sonriendo-, no fue nada personal, ya sabes-, rieron los cinco, ahora.

Cuando enterró a su madre, Daniel se juró recuperar a Sandra como fuera. Y volvió a Rivera del Olmo.

-Y has vuelto, rubio, mala idea. Pero me has hecho un favor, así terminaremos antes-.

-¿Dónde está Sandra?-.

-A lo mejor la ves esta noche, vamos pal carro y allí te lo cuento-.

Daniel se dio cuenta que se estaba adormilando, respiraba mal y sentía algo de mareo. Reanudó el frotamiento contra el freno de mano, con más ansia ahora. Había visto en medio de la oscuridad dos puntitos de luz que se agrandaban lentamente, le quedaba muy poco tiempo. Sudaba a chorros, los dientes apretados, la cinta quemándole los labios. Al final se rompió la cuerda. Los puntos de luz crecían, ahora podía oír el ruido de las máquinas del tren, todavía débil, todavía lejano. La cuerda de los tobillos le estaba dando trabajo, los nervios y el miedo le hacían precipitarse, y no veía nada. De pronto escuchó el silbido largo y potente, las luces del tren le iluminaban la cara. Pudo distinguir entonces sus tobillos, localizó el nudo, forcejeó con él y notó que se aflojaba. Logró desatarlo. Encogió las piernas y golpeó la ventanilla del conductor con todas su fuerzas. Se resquebrajó un poco, pero no cedió. El tren estaba casi encima, no paraba de pitar, las luces anegaban el interior del coche. Lo intentó de nuevo, golpeó con todas sus fuerzas. Sintió sus pies por fuera del vehículo. Había roto el cristal. Con un movimiento de acróbata salió por el hueco de la ventanilla, sembrando su cuerpo de cortes y rasguños. Las luces del tren lo paralizaron. No le quedaba tiempo.

Despertó gritando. Recuperó el aire poco a poco. Estaba en la cama del dormitorio, en casa de su madre. Había tenido una pesadilla. Sandra dormía junto a él, la miró con alivio y ternura. Se inclinó para besarla. En ese instante, el tren le despertó casi al mismo tiempo que arrollaba el vehículo en cuyo interior Daniel estaba maniatado. Eran las doce en punto de la noche.


Comentarios

pepa mas gisbert ha dicho que…
Sueños y pesadillas que se confunden en una realidad no buscada.

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