
En un accidente en el que un avión de pasajeros se estrelló en picado sobre el Índico hace unos días ha sido rescata con vida una niña de catorce años. Desconozco las probabilidades que los expertos le atribuirían a priori a su inverosímil supervivencia, pero no deben de ser menores que la de que te toquen doscientos millones de euros con un solo boleto en esa lotería europea que no conozco bien. Tal vez de un grado o dos de magnitud menores (10 elevado a uno o dos ceros, o más). La iglesia católica exige tres pruebas irrefutables de que ha habido milagro para determinar la santidad de una persona, aunque la irrefutabilidad de las pruebas las determina la propia iglesia y queda sujeta a su no siempre imparcial dictamen. Esta niña sigue con vida no sólo porque de algún modo que aún nadie se explica salió despedida del avión cuando este descendía en caída libre a y una burrada de millas por hora, y fue a aterrizar sobre un trozo de fuselaje en el que se mantuvo más de doce horas sin sufrir un colapso, sino porque además un barco -¿milagrosamente?- pasó por allí y la recogió antes de que las bajas temperaturas o una horda de tiburones hambrientos acabara con su vida. En realidad, ni siquiera podemos decir que fuese una náufraga debido a la rapidez afortunada del rescate. La niña no creo que esté muy interesada en la santidad, ni siquiera en la beatitud, es más, intuyo que nunca tendrá conciencia plena de la magnitud desmesurada de su suerte, pero si yo perteneciera al gabinete de santificaciones de la Santa Sede, reflexionaría mucho sobre el asunto y consideraría los aspectos técnicos y científicos que la niña tan lindamente esquivó, para pasmo de los propios santos. Pero es pertinente señalar que, en opinión de buena parte de los feligreses, a esta criatura ya sólo le quedan dos proezas para convertirse en santa, aunque nadie le va a exigir que sean del mismo calibre, espero.
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Un saludo.