
El batallón avanzaba con la regularidad de un reloj. Un, dos,ar; un, dos, ar. El sargento, reenganchado varias veces para no verse sometido a la tortura de una vida en la que tener que decidir por él mismo, verificaba con cierto orgullo el perfecto poliedro humano de uniformes que repondían a sus órdenes como un solo mecanismo, al que guiaba a su capricho igual que un niño a un coche de juguete con mando a distancia. Su padre sirvió y murió por y para ese mismo ejército. Sólo tenía una debilidad, con los animales, pero la disimulaba muy bien. El sargento, aunque en el fondo compartía la debilidad del padre, jamás cedió a la sensiblería del cariño gratuito. Un, dos, ar. Sus hombres eran soldados de plomo en el mosaico guerrrero de su concepción de la vida militar, la única posible, viable, entendible y válida. Lo demás eran zarandajas de civiles que no sabían comprender una mierda: que sin ellos, los militares, sus vidas cómodas no estarían a salvo.
Advirtió que un soldado de la retaguardia no acompasaba los gestos a sus órdenes mecánicas. Se detuvo y dejó pasar al pelotón. Cuando le tocaba el turno al soldado díscolo advirtió que un chucho le mordía los faldones del pantalón, jugando tal vez. Le ordenó furioso al soldado que se deshiciera del perro pero fue una tarea inútil: el animal se afanaba con más ahínco al pantalón cuanto más el recluta pugnaba por librarse de sus dentelladas juguetonas. 'Maricón de mierda' llamó el sargento al soldado, 'ya te enseñaré yo'. Amartilló su pistola y descerrajó siete tiros sobre el animal. '¡Siga la formación!', vociferó rojo de rabia.
Por algún motivo que no tuvo el valor de confesarse esperó a que el pelotón se alejase. Entonces se acercó al perro, que todavía movía con estertores las patas traseras. Quiso rematarlo con un último balazo pero no pudo. Se enojó y se acercó al chucho, cuyos ojos atónitos y descoloridos le recordaron a los de aquel otro que su padre sacrificó ante él cuando tenía diez años, para que aprendiese a familiarizarse con los entresijos de la violencia que toda guerra exigía..
Supo que eran los mismos ojos asombrados y moribundos, los ojos con los que había soñado cada noche desde hacía treinta años. Las lágrimas fluyeron por primera vez en su vida de sus ojos ciegos.
Amartilló de nuevo la pistola, pero esta vez no apuntó al perro.
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Un abrazo