Tengo la casa hecha un desastre. Aprovechando que tenía que llevar a Frankenstein a pasar la itv, el resto ha organizado una fiestecita privada y me lo han puesto todo perdido. Al parecer Mr. Hyde ha encontrado las llaves del mueble bar y ha repartido licores. Los he encontrado a todos en un estado lamentable. Los siete enanitos, desnudos y dormidos, roncaban como locomotoras alrededor de Alicia, también en pelota picada, que al parecer había renunciado a las maravillas de su país por las más prosaicas -y al parecer más gratificantes- del sexo grupal. Don Quijote había defecado en el yelmo de Mambrino antes de desmayarse sobre su mierda. Menudo asco, qué vergüenza de caballero andante, deshonra de cuantos desfacedores de entuertos en el mundo han sido. Rocinante, se ve que animado por el olor a excremento, se ciscaba sobre el Caballero de la Triste Figura, nunca más triste y astrosa que ahora. Hamlet, demacrado y macilento en su traje negro, dudaba si vomitar sobre Otelo o sobre el rey Lear, y tanto dudó que acabó devolviendo sobre sus propias ropas. Robinson trataba torpemente de sodomizar a Quasimodo, el jorobado de Notre Dame, que se debatía con fiereza para impedir su desvirgamiento. Reproché a Crusoe su comportamiento y se excusó alegando los muchos años de abstinencia en la isla. Aún así, le repliqué, podías haber elegido otra víctima, a lo que repuso que había pensado en la Bella Durmiente, pero como no podía defenderse la cosa perdía toda la gracia. Será pervertido, el náufrago de los cojones. Drácula era el que peor estaba porque le dio por emprenderla a mordiscos con los demás y se emborrachaba cada vez más debido al desmedido índice de alcohol en sangre que llevaban todos. Lo sorprendí tratando de morder el cuello de Carmilla, la mujer vampiro. ¿Desde cuando practicas el canibalismo, Príncipe de las Tinieblas?, le espeté. Me miró con furia, luego con desconcierto y al final se desmayó. En un rincón Frodo, el hobbit, agarraba con fuerza una botella de anís mientras repetía sin cesar: 'Mi tesooorooo'. La Bovary no paraba de insultar a la Karenina, hasta que esta no pudo más y se agarraron de los pelos; qué falta de decoro, qué bochorno, por Dios. En fin, para qué seguir, los demás estaban más o menos igual, qué horror. En cuanto se les pase la mona les voy a decir muy en serio que los devolveré a los libros, que ya me tienen muy harto. Aunque me temo que una vez más, con zalamerías y lisonjas, ablandarán mi corazón y permitiré que se queden en el desván de las fantasías, aunque, eso sí, lo tendrán que dejar más limpio que una patena.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
Comentarios
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