La libertad absoluta, radical, sólo puede existir en la mente. Nuestro cuerpo que tanto nos limita ('mi cuerpo, yo' que decía Laín Entralgo) y a veces nos hace esclavos de sus insuficiencias, y nuestra mente que con tanto denuedo y entusiasmo se estrella una vez y otra contra los muros insalvables de la realidad (a la que habría que enfrentar como muchos hacen con Dios mediante un acto de fe en su existencia a pesar de no poseer la menor seguridad sobre la misma pero sí la ilusión de su posibilidad; o como hacemos otros, con un descreimiento que nos aboca al un desconsolador nihilismo, tan aburrido y tan cutre) aportan pruebas de sobra acerca del relativismo existencial incluso de nosotros mismos (o sobre todo de nosotros mismos), pasmados ante cualquier suceso que viole lo cotidiano (no hablo de que un día no salga el sol, sino apenas del comentario de Coleridge: “Si un día me despierto sosteniendo en la mano la rosa con la que soñé, entonces ¿qué?”) y muy asustados por su posible acaecimiento.
En una existencia (si lo es) con tan débil sustento ¿cómo podemos siquiera plantearnos la posibilidad de una libertad absoluta? Una libertad, dicen algunos, para hacer cualquier cosa (¿podría transformarme en rana o en príncipe?), una libertad ilimitada. La escurridiza evidencia de una realidad probable parece contradecir tal posibilidad, salvo que esta se dé en el interior de nuestras insondables y mágicas mentes. Estas se convierten entonces en los campos de juego de todo lo imaginable y se conjugan infinitas posibilidades realizables sólo en ellas, y allí dentro (un dentro sin límites) se gestan y toman cuerpo y entidad muy real no sólo las ficciones más fantásticas, sino también sucesos tan reales que sería imposible hallarlos en la dudosa realidad en la que suponemos que somos. Es la región de los sueños, donde no hay fronteras ni leyes y donde se acaba por habitar de forma intermitente primero y definitiva al final, seamos o no reclusos en un presidio no por más físico necesariamente más limitador.
Si alguien duda de que se puede ser absolutamente libre aunque su cuerpo, él, lo limite o esté obligadamente limitado por dictamen de solemnes autoridades que han puesto cepo a ese cuerpo le invito a que lea “El vagabundo de las estrellas” de Jack London. Si tras su lectura no se cree capaz de visitar en un instante al rey Ufktar en la constelación de Gusanus, a diez mil millones de años luz de este supuesto planeta -el nuestro, digo- es que merece ser prisionero de su cuerpo, él.
Comentarios
Yo la libertad no la encuentro ni en sueños.Creo que mi "yo" son las barras de mi propia prisión.Necesito hacer unas vacaciones de mí mismo.
Un abrazo.
Martín el naúgrafo
Un abrazo.
Gracias por la recomendación, Francisco, ya he pedido el libro, y si a ti te ha entusiasmado no dudo de que a mi también.
Un abrazo.