Sube y sube la adrenalina a mi cabeza. Es como una adicción, no sé parar, no lo controlo. Procuro no mirar pero mi vista se desvía a veces hacia los diminutos muñecos allí en el anfiteatro. Mi cuerpo tiembla entonces y eso puede hacer peligrar mi vida. El psicólogo me lo dice, no mires, no te distraigas, pero la satisfacción de saberme sobrecogedoramente, abismalmente admirado, es una droga demasiado poderosa. Están a mi merced y yo a las de ellos. No hay equilibrio emocional, lo sé, sólo equilibrio. Aún así los miro, los desafío, juego mis cartas. Eso es la vida para mí, un continuo rebelarme, engallarme, ante quienes jamás conocerán los secretos mortales de mi ocupación, ante quienes por el precio de un mísero ticket tienen el derecho a contemplar mi vida dependiendo de un hilo. He sobrevivido multitud de veces a sus rostros, reflejo de sus almas, deseando mi desgracia, mi catástrofe. El doctor me lo advirtió, algún día confundiría mi vértigo con la enfermedad, y eso sería el final. Palabras agoreras. Sigue subiendo la adrenalina hasta embotar mi cabeza, la vara de equilibrio me pesa por vez primera en años. Creo que voy a perder el conocimiento. No hay red, nunca la hay. Si sobrevivo, dejaré el circo, me pondré en tratamiento.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
Comentarios
Un abrazo.