Entiendo bien a los suicidas. El mundo se queda pequeño para ellos y saltan. Yo he tenido esa sensación una o dos veces, sólo que no sabía hacia dónde saltar, ni desde dónde, por eso desistí, pero sigo albergando el alma de un suicida en mi interior. El día que cobre sentido el 'para qué' sabré encontrar el cómo, el cuándo y el dónde. En el fondo todo se reduce a una ecuación aritmética cuyo enunciado la policía, a fuerza de intentar resolver la solución, conoce muy bien. Pero como no tengo amigos policías no puedo obtener respuestas que den sentido al 'para qué. Hay, hubo, miembros de mi propia familia que encontraron ese sentido y espero que también respuestas; porque tengo la íntima sensación de que al final todo es cuestión de respuestas. Pero quién necesita respuestas cuando ni siquiera son posibles las preguntas. En mi último viaje, un guía local egipcio me preguntó mientras tomábamos un té qué era para mí lo más importante en la vida. Me pareció tan fuera de lugar la pregunta que contesté con el corazón: el amor. Él asintió con una sonrisa de íntima satisfacción, como dando por sentado que aquella era la única respuesta posible, la verdadera. Aquel hombre tenía respuestas y preguntas adecuadas a su medida del mundo. Yo no, pero entiendo que haya quien en ellas sustente el sentido de sus vidas. Esas personas nunca saltarán, para ellos la vida, lo que pueden esperar de la vida, lo tienen al alcance de la mano. Es simple, basta con hacerse las preguntas adecuadas, no muy complejas, para sentirse reconfortado en este mundo complejo que sin embargo puede ser sencillo y manejable. Al azar que lo zurzan. A los contratiempos que les vayan dando. Yo soy yo y manejo mis circunstancias a cara de perro. El resto es anecdótico. Y no se salta del mundo por un pormenor, ¿verdad?
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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