Lo que tal vez me lleva a escribir con cierta asiduidad es la posibilidad de enmienda que brindan los escritos, la tachadura que borra lo que al leerlo nos parece incorrecto o improcedente o desmesurado, que es muy parecido a modificar el pasado, a reescribir la propia historia para intentar librarnos de la culpa o escapar de la nostalgia. La palabra se diluye en el aire o se deslíe en el papel, se borra con una facilidad que quisiéramos para los recuerdos, se tergiversa en última instancia con un cinismo que duele menos que el inventario de nuestros actos en el tiempo. Porque uno debe rendir cuentas, si no ante otro -u Otro- ante sí mismo, de lo que uno ha vivido y por qué lo ha vivido así y no de otro modo, de por qué hizo lo que hizo o no hizo lo que acaso debió hacer, de por qué sí o por qué no, ya que cada uno de los actos, por mínimos o triviales que pudiesen parecer en su momento, tienen trascendencia siempre y a menudo de un modo trágico, aunque eso lo percibe uno muy a trasmano y siempre sin remedio. Lo que se hace o no se hace en la vida modifica, además de la propia, otras vidas, y no saberlo de antemano no exime de la culpa, y eso lo recoge y convierte en ley la jurisprudencia en las sociedades. Y no tiene uno jamás respuesta, o de tenerla ya no sirve, esa última pregunta que uno, acorralado por el tiempo, se termina haciendo: '¿Pero qué podía haber hecho?'. Siempre hubo una alternativa, una elección, algo. O nada, que también es una opción. Y esa comezón, ese desasosiego de no saber si se hizo o no lo debido, esa obsesión por el tiempo que pasó y uno busca sin sentido recuperar conduce a escribir para aspirar de nuevo literariamente lo que literalmente se espiró. Y, por desgracia, se expiró.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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