En la película “Finding Forrester” Sean Connery da vida a un escritor de culto que consiguió fama en los años cincuenta con la publicación de una única novela. Después se exilia del mundo literario y no aporta nada nuevo a su carrera. El desencanto del éxito le recluye en un universo solitario y monótono donde se aferra a los menesteres triviales de una vida deliberadamente mediocre en la que camuflar su miedo y su duda, buscando mantener un imposible equilibrio entre una popularidad y un reconocimiento literario que le superan porque le intimidan o le avergüenzan y una ansiada vida anónima a la que no acaba de encontrar la medida, quizá porque no la ansíe de veras o tal vez porque le desencante de un modo contradictorio el anonimato más desnudo. Es un personaje desubicado que no termina de encontrarse a gusto como escritor reconocido ni tampoco como persona corriente. Se empeña en no mudarse del Bronx, barrio que le vio nacer y crecer, y allí ocupa un apartamento astroso en un edificio antiguo y desangelado donde alterna la reiterada lectura de sus libros de siempre con la limpieza de las ventanas del piso, componiendo con esas actividades tan disparejas una metáfora de su universo ambiguo o contradictorio. Desde una de esas ventanas observa cómo unos jóvenes de color juegan al baloncesto cada tarde. Uno de ellos es un cachorro de escritor con un enorme talento y cuya incipiente fama, que aún se circunscribe a los límites de su instituto, llega en un determinado momento a conocimiento de Forrester, y desde ese momento consagra su vida a consolidar el éxito como escritor de ese joven de dieciséis años llamado Jamal Wallace. El resto de la película es previsible y algo tedioso, con la salvedad de unas sesiones didácticas en las que el escritor hasta entonces desapegado y huraño recibe casi a diario en su casa a la joven promesa, a quien adopta de inmediato como pupilo, y al que impartirá en dichas sesiones lecciones magistrales sobre escritura que cualquier aspirante a escritor desearía para sí. Se me han quedado grabadas algunas recomendaciones del maestro al alumno que valen su precio en oro. Por ejemplo: “La primera clave de la escritura es escribir, no pensar; se piensa después”; o esta otra: “Escribe el primer borrador con el corazón, corrígelo luego con la mente”. En un alarde de señorío literario impropio del Forrester desdeñoso de acrobacias circenses, introduce en una ocasión papel en su máquina de escribir y durante quince minutos escribe sin titubeos a una velocidad vertiginosa. El resultado deja boquiabierto a Jamal; “si me hubiera parado a pensar o hubiese dudado, el resultado habría sido una porquería” comenta con suficiencia a duras penas contenida el maestro al discípulo. Han existido escritores como Forrester en la realidad, aunque no muchos, y la leyenda ha tenido más que ver con su éxito pese a lo escaso de sus obras que la verdadera genialidad creativa. Pero la gente necesita héroes, aunque provengan del campo de las letras, y cualquier excusa es buena si se trata de dar vida a un mito.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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