Mañana -dentro de un rato porque no puedo dormir- viajaré a Roma. Me equivoco al pensar que voy a un sitio conocido, seguro, muy distinto de esos desiertos enclavados en culturas potencialmente hostiles, porque no hay situación más potencialmente hostil que la que genera un presidente de gobierno que no quita ojo del culo de una integrante del equipo diplomático de un país amigo en una reunión de mayor o menor importancia. Berlusconi es un enfermo que gobierna a golpe de instinto sexual -se dice que no es raro verle hacer lo que le sale de los cojones-. Tal vez haya más casos de gobernantes rijosos, pero como se toman la molestia de disimular no se les nota. ¿Y qué? Una exacerbada libido es perjudicial para un buen gobierno tanto como una velocidad elevada influye en la calidad del tocino. De acuerdo que un personaje público en el puesto de Berlusconi debería dar cierto ejemplo moral, pero el mismo argumento aplicado a otros personajes públicos no parace surtir efecto; verbigracia, Maradona. Quiero decir que evitando los extremos un político debe hacer buena política y un futbolista buen fútbol. Y la moral para los domingos. Todos deseamos, sobre todo en estos tiempos turbios en los que todos -especialmente los referentes políticos- perdemos los papeles, una imágen intachable a la que aferrarnos, un héroe de nuestro tiempo. Y, precisamente por el excepticismo que conlleva la miseria inabordable por la clase política, nos resignamos no ya a la ausencia de ese héroe, sino al engaño que desde pequeños nos ha alentado a creer en su existencia oportuna, salvadora, redentora. La crudeza de los hechos no es incompatible con la existencia de un (os) héroe (es) redentor (es); pero nuestro nivel de pesimismo sí que lo es. Para que una ilusión se haga realidad es condición indispensable desearla con un fervor algo más que regular, y los ánimos en este país no están por la labor de pensar en Peter Pan. Un gran error, en mi opinión, porque aunque Peter Pan no trajera consigo una panacea para nuestra situación, al menos traería a Campanilla. Y eso significaría empezar con muy buen pie cualquiera que sea el camino que decidamos recorrer.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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