-Mamá,
hay un fantasma en mi cuarto.
La
mujer apenas distrajo la mirada del televisor para vislumbrar la
borrosa figura de su hijo en la penumbra del pequeño salón. Le
dolía la cabeza y sentía punzadas en la cara y en los brazos. Se
palpó con cuidado la carne tumefacta, la sangre seca, se recompuso
con desgana el vestido roto y trató de ordenar su melena enredada y
sucia. Su nuevo novio era otro bestia, pero el whisky que le llevaba
era muy bueno. Bebían juntos y después se desmadraban juntos; y a
veces incluían al pequeño en sus aquelarres etílicos. A veces,
durante la resaca, la acosaban los remordimientos, pero su hijo nunca
se quejaba, en su carita no vio jamás un reproche, un gesto de
enfado o desagrado, una miraba de súplica; por eso y porque hacía
años que había perdido el rumbo en la vida seguía buscando hombres
y botellas a los que se aferraba como un náufrago a un salvavidas, a
los que se entregaba con un delirio de deseo y masoquismo
suplicándoles con voz ronca y desesperada que la maltrataran, que la
golpearan, que le arrebataran el sentido para, con suerte, no volver
a despertar. Miró a su hijo, inmóvil en medio del saloncito, y
lloró al comprobar que aquella vez no había llagas en su cuerpo, ni
sangre ni moratones ni signo alguno de maltrato. No recordaba nada,
pero aquella ausencia de marcas bastaba para estar segura de que no
lo habían incluido en sus juegos macabros en esta ocasión.
-Hay
un fantasma en mi cuarto- repitió el niño.
Nunca
había llorado, pensó la madre, y la figura inmaculada de su hijo la
hizo estremecer. Su pulcritud, su mesura, la ausencia de cualquier
signo de inestabilidad, inapropiados detalles tras una noche loca con
su amante que tuvo que dejar algún rastro desagradable, pensó,
alguna secuela o salpicadura ingrata y no deseada. Su pobre niñito.
-¿Estás
seguro, hijo mío?- la mirada limpia e interminable del niño le
produjo un sentimiento de convicción en sus palabras como nunca
antes había sentido.
-Ven
a verlo.
Con
paso inseguro, trastabillante, se dirigió tras el niño a la
habitación. Cuando este abrió la puerta y vio el cadáver de él
sangrante sobre la alfombra supo que esperaba aquel momento desde
hacía mucho. Se agachó y arropó con la fuerza de su amor el cuerpo
inerte, besó su cara pálida, su cabello.
-Ya
está- fue la escueta frase de su otro querubín pálido e
inmaculado, sin sangre y sin reproche alguno en su cara.
-Sí,
ya está- repitió ella dejando el cuerpo sobre la alfombra y
dirigiéndose a él. -Tenías razón, hay un fantasma en tu cuarto- y
lo miró con ternura.
-No,
mamá; ahora hay dos.
Y
ella pudo observar mientras todo se diluía a su alrededor su propio
cuerpo yaciendo inerte junto al de su hijo muerto.
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