Nunca
duermo la víspera de un viaje, da igual el destino, la distancia o
los trasiegos previsibles del trayecto, el sueño huye atemorizado
por el desasosiego y la inquietud expectante, y un nudo en el
estómago como anuncio de inciertos miedos que luego nunca cuajan
imposibilita la necesaria relajación. La partida como un éxodo, la
estación -de tren, de autobús, de aviones, de barcos-, que es todas
las estaciones, como símbolo del alejamiento de lo querido al tiempo
que preámbulo de una posible nueva vida -nunca como en los viajes
tiene uno constancia de la mutabilidad e imprevisibilidad del decurso
del tiempo, del capricho de un destino a cuya merced estamos- en la
que quizá no quepa nuestro tiempo anterior a la partida, nuestra
vieja vida predestinada al olvido. El viaje como cumplimiento de un
fin personal con el que crecemos al alcanzarlo – y eso es bueno-
pero que al hacerlo dejamos atrás parte de lo que fuimos y solo
queda la añoranza -¿y eso es malo?-; el viaje como esencia del
cambio constante, inevitable y necesario de las personas en el
tiempo. Siempre he querido estar en París en Navidad y este año
cumpliré ese sueño. Sé que son fechas para el encuentro familiar y
para la alegría sincera o fingida, también sé que son fechas para
mi melancolía no fingida -luego sincera-, fechas para sentir en
soledad, para explorar las fronteras de tu propia sensibilidad, para
descubrir de nuevo lo bien que te las apañas solo sin ser del todo
un solitario. Disfrutaré París con su frío y su nieve, con sus
decorados navideños sin par, con su bullicio y su silencio
estremecedor de ciudad mágica, épica y cruel. No sé si seré otro
a la vuelta, tanto puede marcar una experiencia brutal, sólo sé que
disfrutaré en París y viviré unos días como si fueran los últimos
en esta vida que conozco o los primeros en otra vida que no consigo
imaginar. O tal vez me congele, dormido, en La Tullerías, y no
despierte de un sueño en el que eternamente será ya otro sin
remedio.
Nunca
duermo la víspera de un viaje, da igual el destino, la distancia o
los trasiegos previsibles del trayecto, el sueño huye atemorizado
por el desasosiego y la inquietud expectante, y un nudo en el
estómago como anuncio de inciertos miedos que luego nunca cuajan
imposibilita la necesaria relajación. La partida como un éxodo, la
estación -de tren, de autobús, de aviones, de barcos-, que es todas
las estaciones, como símbolo del alejamiento de lo querido al tiempo
que preámbulo de una posible nueva vida -nunca como en los viajes
tiene uno constancia de la mutabilidad e imprevisibilidad del decurso
del tiempo, del capricho de un destino a cuya merced estamos- en la
que quizá no quepa nuestro tiempo anterior a la partida, nuestra
vieja vida predestinada al olvido. El viaje como cumplimiento de un
fin personal con el que crecemos al alcanzarlo – y eso es bueno-
pero que al hacerlo dejamos atrás parte de lo que fuimos y solo
queda la añoranza -¿y eso es malo?-; el viaje como esencia del
cambio constante, inevitable y necesario de las personas en el
tiempo. Siempre he querido estar en París en Navidad y este año
cumpliré ese sueño. Sé que son fechas para el encuentro familiar y
para la alegría sincera o fingida, también sé que son fechas para
mi melancolía no fingida -luego sincera-, fechas para sentir en
soledad, para explorar las fronteras de tu propia sensibilidad, para
descubrir de nuevo lo bien que te las apañas solo sin ser del todo
un solitario. Disfrutaré París con su frío y su nieve, con sus
decorados navideños sin par, con su bullicio y su silencio
estremecedor de ciudad mágica, épica y cruel. No sé si seré otro
a la vuelta, tanto puede marcar una experiencia brutal, sólo sé que
disfrutaré en París y viviré unos días como si fueran los últimos
en esta vida que conozco o los primeros en otra vida que no consigo
imaginar. O tal vez me congele, dormido, en La Tullerías, y no
despierte de un sueño en el que eternamente será ya otro sin
remedio.
Comentarios
Un fuerte abrazo.