¿Por qué somos tan débiles ante la
vanidad? Admito que yo, sin batir records en este aspecto, tampoco
soy inmune a los malas artes con que nos reclama, seduce y acaba por
esclavizar esta puñetera Circe del alma, esta corruptora de menores
de doscientos años, esta tramposa que se deleita haciéndonos caer
en la trampa más antigua de la humanidad: la de creernos
importantes. La naturaleza siempre se ha encargado de dejar bien
claro nuestra insignificancia como especie y, utilizando una especial
dureza, de lo prescindibles que somos cada uno de nosotros como
individuos. Pero parece que no acabamos de entender el mensaje y
caemos, generación tras generación, uno detrás de otro, en la
ilusa promesa de una relevancia que nos está vedada en la historia. Este planeta
seguirá girando cuando ya no estemos y no habrá ser vivo que vaya a
cambiar las flores de nuestras tumbas. La vida es la vida de cada uno
y al conjunto cósmico le importa un pimiento nuestra fugaz
existencia. Todos somos sustituibles aunque creamos, desde nuestro
narcisismo, todo lo contrario. El sol seguirá saliendo cuando ya no
estemos y tal vez otra especie sepa apreciar la belleza de un
amanecer, otra especie que piense menos en sí misma y que sepa
apreciar con naturalidad todo lo natural, que sepa aceptarlo y no se
empeñe tozudamente en modificarlo. Y la vanidad solo es natural
porque alimenta en nosotros un protagonismo que supone un motor en
nuestras vidas, porque forma parte de la estructura de nuestras almas
y porque deja en evidencia una tremenda debilidad que causará con el
tiempo la extinción de nuestra especie. Hay personas inmunes a la
vanidad, pero están condenadas a extinguirse incluso antes que los
demás porque para el resto ellos son antinaturales, aberrantes,
íntegros y bondadosos por naturaleza, gente que se porta bien. Y ya
se sabe desde hace mucho que ninguna buena acción puede quedar sin
castigo.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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