¿Por qué somos tan débiles ante la
vanidad? Admito que yo, sin batir records en este aspecto, tampoco
soy inmune a los malas artes con que nos reclama, seduce y acaba por
esclavizar esta puñetera Circe del alma, esta corruptora de menores
de doscientos años, esta tramposa que se deleita haciéndonos caer
en la trampa más antigua de la humanidad: la de creernos
importantes. La naturaleza siempre se ha encargado de dejar bien
claro nuestra insignificancia como especie y, utilizando una especial
dureza, de lo prescindibles que somos cada uno de nosotros como
individuos. Pero parece que no acabamos de entender el mensaje y
caemos, generación tras generación, uno detrás de otro, en la
ilusa promesa de una relevancia que nos está vedada en la historia. Este planeta
seguirá girando cuando ya no estemos y no habrá ser vivo que vaya a
cambiar las flores de nuestras tumbas. La vida es la vida de cada uno
y al conjunto cósmico le importa un pimiento nuestra fugaz
existencia. Todos somos sustituibles aunque creamos, desde nuestro
narcisismo, todo lo contrario. El sol seguirá saliendo cuando ya no
estemos y tal vez otra especie sepa apreciar la belleza de un
amanecer, otra especie que piense menos en sí misma y que sepa
apreciar con naturalidad todo lo natural, que sepa aceptarlo y no se
empeñe tozudamente en modificarlo. Y la vanidad solo es natural
porque alimenta en nosotros un protagonismo que supone un motor en
nuestras vidas, porque forma parte de la estructura de nuestras almas
y porque deja en evidencia una tremenda debilidad que causará con el
tiempo la extinción de nuestra especie. Hay personas inmunes a la
vanidad, pero están condenadas a extinguirse incluso antes que los
demás porque para el resto ellos son antinaturales, aberrantes,
íntegros y bondadosos por naturaleza, gente que se porta bien. Y ya
se sabe desde hace mucho que ninguna buena acción puede quedar sin
castigo.
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
Comentarios