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Vanidad

¿Por qué somos tan débiles ante la vanidad? Admito que yo, sin batir records en este aspecto, tampoco soy inmune a los malas artes con que nos reclama, seduce y acaba por esclavizar esta puñetera Circe del alma, esta corruptora de menores de doscientos años, esta tramposa que se deleita haciéndonos caer en la trampa más antigua de la humanidad: la de creernos importantes. La naturaleza siempre se ha encargado de dejar bien claro nuestra insignificancia como especie y, utilizando una especial dureza, de lo prescindibles que somos cada uno de nosotros como individuos. Pero parece que no acabamos de entender el mensaje y caemos, generación tras generación, uno detrás de otro, en la ilusa promesa de una relevancia que nos está vedada en la historia. Este planeta seguirá girando cuando ya no estemos y no habrá ser vivo que vaya a cambiar las flores de nuestras tumbas. La vida es la vida de cada uno y al conjunto cósmico le importa un pimiento nuestra fugaz existencia. Todos somos sustituibles aunque creamos, desde nuestro narcisismo, todo lo contrario. El sol seguirá saliendo cuando ya no estemos y tal vez otra especie sepa apreciar la belleza de un amanecer, otra especie que piense menos en sí misma y que sepa apreciar con naturalidad todo lo natural, que sepa aceptarlo y no se empeñe tozudamente en modificarlo. Y la vanidad solo es natural porque alimenta en nosotros un protagonismo que supone un motor en nuestras vidas, porque forma parte de la estructura de nuestras almas y porque deja en evidencia una tremenda debilidad que causará con el tiempo la extinción de nuestra especie. Hay personas inmunes a la vanidad, pero están condenadas a extinguirse incluso antes que los demás porque para el resto ellos son antinaturales, aberrantes, íntegros y bondadosos por naturaleza, gente que se porta bien. Y ya se sabe desde hace mucho que ninguna buena acción puede quedar sin castigo.

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