El niño viajaba en el columpio con la
precisión de un reloj de péndulo. Reía a carcajadas, su encrespado
cabello apenas movido por el viento generado por su bamboleo desenfrenado. Hoy
era el día, su día. Había esperado con la paciencia de las
tortugas, con la inconsciente sabiduría de los escarabajos, con la
desesperada determinación de quien domina su tiempo. Vivió años
largos y monótonos, vivió aguantando la respiración años
interminables hasta que el destino lo liberó y pudo al fin gritar y
reír y bailar en torno a su pasado, sin sentir melancolía por sus
seres queridos, con la plenitud de saber que ahora ya era él mismo,
de nuevo, viviendo otra epifanía sin nostalgias ni recuerdos, sin
pasado. Su pelo blanco y encrespado surcando un huracán de alegría
infantil pese a sus ochenta años. Una vez más se había producido
el milagro, una vez más era por fin libre. Cuando los servicios
sanitarios, avisados por alguna madre madrugadora, lo encontraron
sentado en aquel columpio, no pudieron dejar de preguntarse cómo un
hombre tan anciano se parecía tanto a un niño dormido.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
Comentarios
Pero te compensa este microrelato intimista y cierto de lo que llegaremos a ser en unos años....
niños con cuerpos de ancianos.....