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¿Hay que respetar los límites?


A veces uno se pregunta por qué no se contuvo a tiempo de hacer cierta cosa, qué impulso extraño lo llevó hasta el final, incluso si ese final fuera la muerte. En mi biografía hay ejemplos de este tipo de comportamiento ¿patológico? No creo porque ha sido muy esporádico. No voy buscando la muerte como norma, no soy un legionario, ni siquiera soy el novio de la muerte.

Recuerdo que cuando practicaba el alpinismo solíamos entrenar en varias paredes del monte de San Antón , en Málaga. Eran paredes de roca carbonatada, muy firmes, donde difícilmente podías llevarte un susto si llevabas el equipamiento adecuado. Allí practiqué el rappel y la escalada con entusiasmo. Estar por encima del mundo sin maquinaria eléctrica me hacía sentir un super dios. Pero yo nunca tengo bastante cuando mis endorfinas se desbordan proporcionándome un subidón.

Había, cerca de allí, una pared mucho menos alta que llamó mi atención. Me advirtieron que era roca mala, movediza. Aquello estaba prohibido.

Tendría yo unos diecisiete años y la convicción de que nada me estaba prohibido.

Un sábado, poco después, subí solo hasta la falda del monte y me quedé mirando la pared. Los matojos que sobresalían de cuando en cuando de su verticalidad probaban la mala naturaleza de la roca, entre la que había vetas de tierra que la ablandaban. Yo no llevaba aperos de escalada porque quería hacerlo a pelo: escalada libre: suicidio libre. Comencé a subir.

Llevaba, recuerdo, un chándal blanco y botas de escalada de las de entonces, y esas botas tal vez me salvaron la vida las tres veces que lo intenté. Culminé con la cara pálida la ascensión. Juré por mis muertos que jamás volvería a intentar algo semejante. Lo hice dos veces más y cada vez juraba lo mismo.

¿Qué me llevó a aquel peligroso extremo hasta tres veces? ¿Qué saqué en claro de aquello? No lo sé y nunca, es muy posible, lo sabré. La razón dibuja una línea y la inconsciencia la traspasa. Eso quizá me cueste un día la vida. Pero es hermoso transgredir.

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