El niño camina alegre por el
polvoriento y áspero camino. Es pleno verano y le chorrea el sudor empapándole
el torso y los brazos. También el culo lo tiene empapado. Silva fuerte para
espantar la sed y se apaga de golpe el estridente chicharreo canicular; va
camino de la venta del Trueno, a unos cinco kilómetros de la casa de sus
abuelos, donde veranea con sus padres y hermanos. En la venta estarán su padre
y sus tíos con algún amigo, bebiendo unas cervezas antes del almuerzo. A él le
gusta acompañar a su padre cuando va allí porque siempre le compra algún
refresco que el niño agradece como si fuese una bebida exótica. Además, le
gusta asistir a las conversaciones de los mayores. Él tiene sólo nueve años
pero ya sabe algo de fútbol y de toros. No le dejan intervenir en sus disputas
pero alguna vez alguien, desarmado y solo en mitad de un debate, recurre a él
buscando un ínfimo apoyo para su causa.
-¿Verdad Luisillo que Gárate es
mejor delantero que Amancio?
-Yo soy del Barca
Luisillo no sabe mentir y por
eso rara vez le preguntan. Él lamenta no estar a la altura pero qué le va a
hacer, esa es su condición, así lo parieron, como dice su abuela.
El camino se torna carretera de
hirviente asfalto. Las suelas de los zapatos se recalientan. El sol cae a plomo
fundido. Sobre la carretera, una densa calima se yergue amenazadora como una
tormenta de arena en pleno desierto. Nada entre el sol y la cabeza del niño.
Hoy, como se demoró jugando en lo de su amigo
Juan, no pudo ir en el coche de su padre a lo del Trueno, así que decidió ir
caminando. Los cinco kilómetros no le importaban, pero no tuvo en cuenta el sol
de mediodía, que derretía la sombra de los almendros y arrancaba a las
chicharras un canto estridente de carracas agónicas.
Calculó que debía de estar a
mitad de camino cuando sintió el arañazo afilado de la sed en la garganta, así
que decidió que no le compensaba regresar. Siguió, pues, pisando lava volcánica
derramada por el sol de la Andalucía de magma agosteño.
Un poco más adelante, en medio
de la carretera, vio una culebra muerta. Al acercarse advirtió que en realidad
se trataba de un trozo de soga de esparto. Lo cogió.
Intentó diversas clases de nudos
y no le salió ninguno; sólo sabía el que Perico usaba para atar a las vacas,
pero no tenía poste en el que anudar la soga, así que desistió.
El sol calentaba más ahora,
estaba en todo lo alto, como un foco cegador y omnipresente. El sol de
Andalucía, de la Andalucía de tierra adentro, llega a ser muy cruel en agosto.
Muere gente, sobre todo ancianos, durante los golpes de calor andaluz.
El niño siente la boca áspera y
le cuesta tragar saliva. Respira, jadeante, con la boca abierta; como los peces
fuera del río.
Sueña con pedir una mirinda bien
fresquita en cuanto llegue.
-Trueno, una mirinda.
-¿De naranja o de limón?
-¿Cuál está más fresquita?
-Así así.
Eso quería decir que ninguna
estaba fresca del todo. El Trueno –el niño no sabía de dónde le venía el apodo
al hombre- tenía una vieja heladera que llenaba con quintos de cerveza y
garrafas de Alvear. Si quedaba hueco metía algún refresco, pero era época de
veraneantes, de gente de la tierra que había marchado a la ciudad para buscarse
la vida y volvían sólo por vacaciones, como ahora, y la demanda de alcohol superaba
con mucho la de refrescos, así que como la heladera era chica no quedaba sitio
para mirindas.
Lleva el niño recorridos casi
cuatro kilómetros y no ha pasado un solo coche por la estrecha carretera.
Las lomas, de un tono pajizo con
reflejos tornasolados que arranca el sol a la mies, confieren al paisaje una
quietud sinuosa que en días como aquel hace más opresivo el calor.
Si soplara algo de viento…
A lo lejos se oye el ladrido
lastimero de un perro…
Hoy el niño está de suerte. Ve
en la cuneta una rama seca de almendro. Ata un extremo de la soga al palo y
fabrica, sin proponérselo, una fusta. Contento con el hallazgo no para de
restallarlo contra los cardos, a los que descabeza torpemente, tronchando los
tallos por la mitad. Con un poco de práctica –tiene tiempo- consigue afinar su
puntería. Ahora las cabezas de los cardos van cayendo limpias, y las varillas
de los tallos quedan enteras y firmes, plantadas en sus sitios, agonizando sin
prisas bajo el sol inclemente.
A golpe de fusta alcanza el niño
la venta del Trueno. Y en la misma entrada, en una explanada pequeña que da
acceso a la tasca, comienza el ataque.
Cuatro perros enfurecidos se
avalanzan sobre el niño, que sólo atina a golpear con la fusta al aire tratando
de defenderse. No acierta con sus golpes, tampoco lo pretende, sólo quiere
mantener a esos perros alejados de él, no hacerles daño. Pero son muchos y
están furiosos, le rodean y se turnan en los ataques; pronto aquello parece un
número circense con el niño en el centro, a modo de domador, dibujando con su
látigo molinetes interminables en el aire para mantener a raya a las fieras
enfurecidas; el llanto incontenible del niño desluce algo la actuación.
Atraídos por el estruendo, salen del bar los parroquianos, entre ellos su padre
y sus tíos, que ahuyentan a los perros. Le explican, para consolarle, que al
ver los perros la improvisada fusta se creyeron amenazados y por eso habían
atacado con tanta violencia.
En el fondo, el niño se siente
relativamente satisfecho consigo mismo, porque ante un peligro que él había
considerado mortal, mantuvo el tipo y no había bajado la guardia.
Sorbiendo su mirinda en un
rincón de la tasca, el niño, ya calmado del sofoco, derrama de nuevo lágrimas,
esta vez de pena y de rabia. Posee una capacidad de percepción insólita, y por
encima del zipizape de ladridos, chillidos y fustazos producidos en la
refriega, el niño había retenido unas palabras que pronunció un parroquiano que
asistía como testigo a la escena.
-Deja ya tranquilos a los
perros, niño. Suelta el palito de una puñetera vez.
Aquel hombre, además de culparle
injustamente por lo ocurrido lo había tratado con desprecio delante de su
padre. Y eso le producía pena y rabia a un tiempo; por eso lloraba ahora, cara
a la pared para que nadie se diese cuenta.
Tardó años en comprender que
esas palabras fueron pronunciadas por un borracho amargado y que no iban
dirigidas a él en particular sino al mundo en general, a ese mundo que el niño
aún no conoce y en el que, a veces, cuando eres mayor, la única manera que
encuentras de descansar unos momentos en la eterna pelea con los perros es
cambiar la fusta por la botella. Y entonces los perros te devoran.
Comentarios