Volviendo
a incidir en el tema, que diría un tertuliano, no estaría de más
replantear la pregunta -palabras textuales del tertuliano- que tanto
debate ha provocado desde que el hombre es hombre -esto es mío, lo
siento-, es decir, intentando ser concreto: ¿Qué es el alma? Quiero
decir, ¿existe?, y si es así, ¿dónde? Me refiero al lugar
geográfico del cuerpo humano. Pero me he perdido nada más comenzar,
como siempre, la pregunta era: ¿Qué es el alma? Nada, ni flores, no
hay respuesta incontestable. Conjeturas, sí; hipótesis, por
supuesto; suposiciones sin fundamento científico, pero -y el
tertuliano ahora se afana- es que la ciencia está sobrevalorada,
somos esclavos del progreso y eso nos separa de nuestro ser esencial
-redundante pero efectista-, de nuestro pasado, del legado de
nuestros mayores. De acuerdo, vale, pero la pregunta sigue sin ser
contestada. Para la religión cristiana el alma es lo que confiere a
un ser de humanidad, algo así como un DNI celestial que certifica
que pertenecemos a una especie especial y no somos monos ni conejos.
El debate aún no cerrado y que inició el cristianismo tiene miga,
¿cuándo, es decir, cuándo un ser vivo recibe la gloria divina del
alma? Porque ya que el alma sobrevive al cuerpo mortal no es
insensato suponer que ese mismo cuerpo la tiene que recibir en algún
momento. Un pater de la iglesia cristiana, Tertuliano -vaya por
dios-, conjeturó que era el semen el vehículo que transportaba el
alma a través de los espermatozoides hasta el óvulo femenino. O
hasta donde el azar quisiera porque la masturbación, a diferencia
del coito, no tiene un receptáculo predefinido. A Tertuliano, por
supuesto, lo estigmatizaron, nadie dentro de la cristiandad podía
admitir que en este mundo hubiera una infinitud de almas malviviendo
en las miasmas de la humanidad sin posibilidad de humanizar a nadie.
Luego el debate siguió pero sin que los padres de la iglesia
llegaran jamás a un acuerdo. De ahí , me temo, la polémica sobre
el aborto. Pero lo más místico que ha llegado a mis oídos ha sido
la opinión de una periodista de televisión que sin dudarlo y
pasándose por el forro veinte siglos de controversia
teologico-existencialista y el destino de miles de enfermos
necesitados no ha dudado en afirmar que se alegraba de que los
órganos de un asesino no hubieran sido donados ya que así no podría
transmitir su alma a través de ellos. Y, de nuevo, ¿qué es el
alma?, y además ¿podría yo, legalmente, donar mis órganos con la
condición de que no fueran a parar a ninguna zona anatómica de esa
mísera periodista?
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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