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Joven, feliz e indocumentado.


Uno se pasa las horas buscando un tema sobre el que escribir hasta que un día se da cuenta que temas, así en abstracto, sobran, pero ya sea pereza mental o bien autoengaño el caso es que uno no los ve, no los caza al vuelo, ni siquiera toma notas. No hay peor ciego que el que no quiere ver, dice el saber popular, que tiende a exagerar y en las exageraciones siempre hay algo de verdad. Vale, de acuerdo, temas no faltan, soy consciente de eso, ¿entonces? Entonces acudo de nuevo a la pereza mental y al autoengaño. ¿Por qué me da pereza escribir sabiendo que esa actividad me proporciona deleite, que tal vez escribir sea incluso mi destino? Suena a paradoja o apunta a una personalidad masoquista. Disculpen que no tome partido, estoy analizándome y cuesta ser objetivo con uno mismo. Paradoja sana, masoquismo insano, no sé. Sinteticemos, la paradójica desgana que me impide escribir nace del... ¡miedo! Sí, eso es, el miedo me tiene en el dique seco, pero miedo ¿a qué? ¿A no tener la prosa de ciertos referentes y maestros, aunque lleven muchos años criando malvas?, ¿miedo a no agradar con mis escritos a quienes dictan los cánones de moda?, ¿miedo a no gustarme a mí mismo, mi peor y más fiero crítico?. Creo que se trata de un problema de autoestima, la tengo baja, a diferencia del colesterol y del ácido úrico, y como soy hipocondríaco...

Majaderías en apariencia, pero majaderías que me tienen derrotado, secuestrado, escondido y amordazado. Majaderías que me impiden ser yo. O sea, que no son solo majaderías o al menos no para mí. Lucho contra ellas, pero me falta ímpetu, me falta creérmelo. Pero soy tan descreído... El antídoto, lo sé, es escribir, escribir y escribir. Solo que escribir desde la duda sobre uno como escritor no es buen punto de partida. Será cuestión de no cuestionarme cuando escribo, de perder el miedo al ridículo y también el miedo al miedo, que sabe condenadamente bien cómo alimentar círculos viciosos que te llevan a la destrucción como creador e incluso como persona.

Y en estas estamos, una lucha estúpida contra mí y el folio en blanco. Yo no necesito musas, necesito un psiquiatra o un verdugo tierno y delicado que llegue antes de que cometa un suicidio psicológico, una lobotomía autopracticada que me deje para siempre joven, feliz e indocumentado. Justo como vuelve a estar, en su oprobiosa vejez, mi amigo Gabo, el único amigo que me enseñó que hay otra manera de vivir para espíritus inquietos. Solo hay que echarle huevos ¿verdad, querido Gabo?

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