Hace dos días regresé de
mi último viaje. Estoy cansado, ha sido una paliza. Como no soy un
viajero al uso me meto en líos. No voy a restaurantes de postín ni
visito zoos o atracciones, simplemente paseo de sol a sol por calles
que a veces se vuelven siniestras, aunque jamás me siento amenazado,
tal vez porque cuando me sumerjo en una cultura desconocida no sé
qué debo temer, o tal vez porque mi ignorancia me vuelve temerario;
tanto da. Me gusta perderme en medio de las multitudes porque es
cuando más disfruto de la soledad. Me relaciono lo imprescindible
para no creerme muerto, pero nunca voy más allá de la mera
cortesía. Encuentro rincones hermosos que no salen en las guías y
me siento a desvariar con los recuerdos de lecturas muy tempranas que
ya me auguraban que conocería esos sitios. Disfruto y vivo, a veces
lloro, la hermosura del conocimiento inesperado siempre me ha tocado
la fibra. Al final vuelvo a casa con el alma más henchida,
sabiéndome más comprensivo y menos tonto. Y tras unos días vuelvo
a planear otro viaje dentro del viaje que es mi vida, que es también
cualquier vida. Del último no voy a regresar, por eso cuento lo que
siento mientras puedo.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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