El lenguaje de los
políticos de este país casi siempre ha sido tendencioso y falaz .
Han caído voluntariamente en el populismo para tratar de arrimar el
ascua a su sardina. Los políticos españoles de los últimos treinta
años siempre han destacado por su flirteo con la demagogia, que es
la perversión de la democracia, es decir, han utilizado las palabras
y los ademanes para confundir, a través de la persuasión y la
seducción más rastreras, al pueblo, buscando su voto para continuar
lo más posible en el poder, cada cual a su manera y de acuerdo con
los supuestos privilegios sagrados de su zona, región o autonomía.
Algunos políticos catalanes hablan ahora de anomalía histórica
para hacer una llamada ciudadana a la independencia de Cataluña.
Pero se olvidan de explicar -o puede que lo ignoren- que la historia
no puede ser anómala porque se limita a registrar sucesos que han
ido acaeciendo, hechos desnudos que solo los historicistas se
atreven, con mucha osadía, a interpretar. La historia es como es y
no se puede cambiar. En la Edad Media y el Renacimiento hubo
convulsiones políticas de tal magnitud que alucinaría a algunos de
los que hoy se dedican a ella por no haberse tomado la molestia de
estudiar los antecedentes de sus pueblos. Ahí está Portugal, cuya
independencia de los otros reinos o coronas que conformaron el
panorama geopolítico de lo que poco después se denominó España,
se debió no solo a una firme voluntad de unicidad diferenciada, sino
a un azar histórico protagonizado por reyes incompetentes cuyos
intereses nunca contemplaron los del pueblo que supuestamente
gobernaban. Los catalanes independentistas tendrán posiblemente
razones de peso para reclamar esa independencia, pero desde luego no
históricas, como tampoco tiene España razones de esa índole para
reclamar Gibraltar, por el simple hecho de que, en su momento, se
pudo haber recuperado y no se consiguió por la torpeza política de
los gobernantes del momento. Pero ahora me quiero centrar en mi
tierra, Andalucía, virreinato de incompetentes desde que inauguramos
nuestra moderna democracia, expoliada de sus recursos y anestesiada
alevosamente por granujas demagógicos durante treinta años. Quien
aquí ha vivido ese periodo sabe bien de lo que hablo. Pero , ¡Oh,
voluble fortuna! Por fin, encarnada en una jueza de armas tomar,
parece que te inclinas hacia nosotros para ajusticiar justamente a
tanto depravado que ha tomado esta tierra por una puta agradecida que
no les cobraba, bondadosa, sus servicios. Señor Griñán y señor
Chaves, ahora tendrán que vérselas con el chulo de la puta, que es,
como ustedes mismos, un auténtico hijo de la gran puta.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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