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Cumbres, metas.


Las lejanas cumbres de las montañas imponían una robustez nívea contra el cielo azul. A medida que subíamos por serpenteantes senderos y atajos usados solo por las cabras de aquella región de Marruecos nos invadía una sensación de lejanía de todo confort que alentaba nuestros espíritus montañeros en su ascensión.
Los picos más altos se elevaban cada vez más en el horizonte y el sendero se volvía más agreste a medida que se aproximaba, muy lentamente, hacia ellos. Lucía un sol que a aquella altitud nos agredía con sus rayos sin filtrar y nos obligaba a usar gafas y cremas protectoras. Habíamos salido temprano del refugio y a él volveríamos antes de que nuestros cuerpos padeciesen demasiado castigo. Eran tentativas, puestas a punto para el no muy lejano día en que intentásemos conquistar la cumbre del Toubkal, el pico más elevado del Gran Atlas, al sur de Marruecos. Una meta, como cualquier otra, en nuestras vidas, pero una meta buscada y deseada por el mero placer de sentir por unos minutos que habíamos doblegado a la naturaleza, una ilusión que para algunos como nosotros supone un triunfo personal y un incentivo en la vida. Hay que ponerse metas y procurar alcanzarlas y saber disfrutar del esfuerzo que tal fin supone. Si no, la vida pierde sal, se vuelve insípida. Y uno, aburrido.

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